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Trazos delatores


Dícese que siempre hay un roto para un descosido, igual que siempre prolifera una justificación ad hoc para un hecho que exigiría un juicio objetivo y severo.


La curiosidad compete a los seres vivos, los racionales y los catalogados de irracionales, impulso que suele preceder al afán por descubrir la verdad —sólo la verdad y nada más que la verdad—, ímproba tarea, que en una u otra medida siempre afecta.
    Conocer a alguien y desvelar algo allende la puesta en escena, estudiada o improvisada, son ambiciones con que la naturaleza en activo nos apremia a encarar y resolver los enigmas que a pensamiento e instinto acechan y hurgan. Misterios introducidos de rondón en la vida cotidiana, la más expuesta a infiltraciones y aleccionamientos dada su celeridad ejecutiva y el férreo, aunque encubierto, dirigismo que la proyecta, que antes o después despiertan el atrevimiento y guían a la consulta transfronteriza: la que se desliza por una pasarela decorada de la primera a la tercera persona del singular masculino, femenino y neutro.
    —¿Quién es? ¿En qué nos parecemos? ¿Por qué hace lo que hace y por qué no hace lo que dijo, lo que debe, lo que se le pidió?
    Tiempo ha, la política registraba candidatos de fuste y reconocimiento social (¡O tempora, o mores!) en vez de los hoy (un presente insustancial y egoísta con raíces seculares) adeptos serviles originados en factorías de utilidad manejadas por intereses contrapuestos, irreconciliables, cíclicos o encaminados deprisa y corriendo a la supervivencia; con loables excepciones que tan bajo listón permite descollar en la opinión versada.
    El panorama duele, visto a ojos críticos, y sus efectos, traídos por las causas, laceran hasta tocar neuronas si quedan en disposición de producir la reacción (de igual magnitud y dirección pero en sentido opuesto a la acción). Y lo peor es que la impunidad mediática —que va por barrios—, un mesianismo prefabricado —áureo por fuera, plúmbeo por dentro— y la aceptación tácita —que lejos de ser un mal menor es un perjuicio mayor— consiguen izar a los señalados por encima de sus electores y de los abstencionistas a la hora de emitir un voto; léase: aceptación de la impostura.
    Obras son amores y no buenas razones, cierto, pero a la par denostado por las leyes de la equivalencia y el propósito latente y manifiesto. Dícese que siempre hay un roto para un descosido, igual que siempre prolifera una justificación ad hoc para un hecho que exigiría un juicio objetivo y severo.
    ¡Qué bien si pudiéramos echar en cara, o alabar de viva voz y ante el individuo, tal o cual gestión, ingestión y digestión que al cabo lo califica!
    ¿A quién someter a consulta, interrogatorio u ordalía? Vean y elijan. ¿Por dónde empezar? Apunten y disparen su atinada dialéctica.
    —Dígame, don…, doña…
    —Dime, tú…
    —¡Suelta por esa boca!
    Depende el tono y la fórmula de trato de la compañía, también del lugar y de la situación: un paseo, una cena, un proceso.
    —Firme su declaración.
    —¡Firma!
    Con esa baza de estudio, mi amigo y colega Pablo Méndez escruta el arcano de quienes siendo mucho, poco o por debajo de algo, de quienes callan y fingen, de quienes marean la perdiz hasta la náusea y bailan al despiste una pavana despojados de cobertura, de quienes fueron y obraron consecuentes a ideologías, principios o componendas (inefables musas de la distracción ellas), de quienes amagan en el soslayo y se envuelven de ideal cuarteado, trenzan y destejen el porvenir de una sociedad completa.
    Pregunta Pablo al lector (y a mí opinión), grafología en ristre, con quién preferiría cenar una noche de estas —ponga usted la fecha, el lugar y la cartera— a la luz de la Luna o puestos los focos y los taquígrafos por testigos, para recabar del interrogado una verdad temerosa de la publicidad pero obvia, por demostrable, como el brillo del Sol en un día de cielo despejado. La ventaja del lector es que sabe lo que el confidente laborando en la caligrafía le ha contado, y eso le ayuda, llegado el caso, a contraponer ideas y reafirmar conceptos.
    —No es así.
    —¡No va por ahí!
    Mi conocimiento de la grafología forense, estudiada en el aula pertinente de Criminología cuando la novedad venía de lejos, esboza una mueca amable, incluso cómplice, que alterna la ciencia con la indiferencia. Los personajes de antaño no son los de hogaño, digamos los de la hornada reciente: unos remontados a los brumosos albores del siglo XX, que conjugaron la revolución con el aniquilamiento y los muros; otros investidos de un eclecticismo perpetuado en los salones, en las cámaras y en las capillas y camarillas que juega un papel relevante en el subsuelo. Los personajes de antaño, que llegan a la orilla del siglo XXI y penetran tierra adentro a pasos o trancos, disponen de un bagaje reconocible, legado con o sin fortuna, y arrostran una memoria que conviene mantener vigente y reverdecer si se ha mustiado por falta de riego y connivencia dolosa de los medios de comunicación.
    Yo, a esos personajes sometidos a análisis grafológico, los conduciría a juicio, individualizados, eso sí, pues soy enemigo de las colectivizaciones. El autor del estudio grafológico los entrega al lector acompañados de sus deducciones para que decida, para que los premie o los castigue o los ignore, después de la cena, si le es posible pasar página.

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