Pasa el tiempo, quedan los resultados.
El tiempo marca el paso de la vida con sus circunstancias individuales y conjuntas de toda índole. El tiempo, que actúa como un juez insobornable, sucesor de sí mismo, medida ecuánime de aquello susceptible de nacer y morir, es una magnitud, también una dimensión, a la que se explica, para comprensión humana, en fracciones de diversa extensión. Divisiones de un todo inabarcable originadas en la necesidad, madre de las ciencias que incluyen un uso habitual, una derivada práctica.
Gracias a este desmenuzamiento provechoso de patrón tan abrumador medimos temporalmente la historia —que es el recipiente de todas las ideas y de todos los sucesos de quienes firman sus respectivas obras, al margen de la menor o mayor trascendencia de las mismas— y a nosotros, del primero al último, responsables de dar puntual satisfacción a los anhelos y poner coto a los temores, nos otorga vigencia.
A diario se suceden los segundos, los minutos y las horas; semanalmente, los días; mes a mes los años que constituyen lustros, décadas y siglos; éstos ascienden y se remontan, según proceda en el cálculo, a etapas, periodos y épocas; también a civilizaciones, modos de sociedad y costumbres; además de criterios, pautas, leyes y ordenamientos jurídicos. Si hablamos de seres racionales, porque en caso de otras especies el péndulo oscila de estación a estación, cuatro, sucesivas, equivalentes a lo largo de la historia recogida en documentos fehacientes.
Esos mismos documentos de variada escritura y lectura interpretativa que sitúan a continuación de Cronos, el tiempo, a Tánatos, la muerte, e intercalado en un visto y no visto a Eros: los sentimientos, las pasiones, la idealización. Tres son tres los condicionantes de cualquier existencia antropomorfa que se precie autónoma, incluso socialmente organizada a base de legislaturas, congreso y senado; lugares que captan escenas llenas de matices.
Cuando finaliza una legislatura, más si ha sido convulsa en su desarrollo, se aprecia desde todos los ángulos esos movimientos circunscritos al abrazo de despedida, en las antesalas y en los gabinetes, y a la reubicación de las piezas que han posibilitado un resultado predefinido por el pragmatismo, los acuerdos previos a la puesta en marcha, pero por encima de otra consideración a la ideología.
Pasa el tiempo, quedan los resultados. El balance de gestión administrativa y el balance de contabilidad pecuniaria, política y economía, graban en piedra lapidaria la síntesis de un mandato; mientras que la herencia por los servicios prestados en el segundo plano —el que cuenta para evaluar los méritos y las desafecciones en relación con la labor gubernamental— se adjudica de puertas adentro con proyección exterior.
Tanto por tanto desde que el economicismo rige la cotidianidad de nombres y hechos.
Caído el telón el argumento prosigue entre bambalinas.
La ortodoxia económica y sus cuestiones de aplicación al modo acordado, adquieren una relevancia absoluta, exenta de supervisión independiente, en lo tocante al pago de favores, también conocido como reconocimiento a la lealtad y ejecución eficiente de los cometidos asignados; vulgo, tanto para ti y gracias por la tarea; tanto para mí, qué bien me ha salido la jugada y encantado de haberme conocido.
Dinero venga, dinero vaya; la procedencia difuminada, el objetivo ampliado, la verborrea desatada y la demagogia al punto.
El horizonte se condensa de vuelos con destinos dorados a Consejos varios de gran influencia, a Universidades cuyo prestigio feneció con el advenimiento del interés político, a Organismos nacionales e internacionales de acomodaticia virtud y manifiesta presencia por doquier, a retiros nada espirituales con dádiva abundante para gastos corrientes, a medios de comunicación con sesgo de afinidad y proselitismo y portavocías mediáticas de esfuerzo constante, a cargos protocolarios e intervenciones diplomáticas por llamado supranacional.
El común de los mortales pagamos tasas, impuestos y gestiones, por recibir a cambio el servicio deseado o establecido; la sociedad requiere de estas transacciones que asumimos porque aceptamos la convivencia. Estas entregas dinerarias efectuadas por el contribuyente tienen el destino que les adjudica la autoridad, yendo una parte de ellas a satisfacer acciones y omisiones pactadas y a la renovada compra de voluntades. De ahí que, gentes de la política al uso, sin previo oficio ni beneficio tal y como era concebido hasta fecha reciente pero con probada fidelidad a la jerarquía, la obediencia y la servitud hayan asentado sus reales en puestos ejecutivos para, al cabo de su misión, ocupar plazas de privilegio socioeconómico; disponiendo antes, entre y después de nuestro dinero, además, obteniendo títulos y dádivas.
Este generoso pago con pólvora del rey, es decir, con nuestra individual hacienda y pecunia, premia abundantemente los servicios prestados; y pretende ampliarlos y extenderlos más allá de las fronteras y el marco temporal.
Cosas del régimen de adhesiones, vanidades y egoísmos, y del maridaje indisoluble entre tiempo y dinero. Cosas que pervierten la economía, la pública y la privada, al inscribirla en la totalitaria práctica del economicismo.