La ignorancia y la envidia hacen el resto.
Antes de amanecer las sensaciones se acumulan en un cuerpo cansado. El sueño es, quizá, la principal, seguida de la confusión: ¿Estoy? ¿Soy? ¿Hago? ¿Imagino? ¿Deseo? Hasta la última, a veces, expresión suspirada: ¡No puede ser verdad! Lo es, claro que lo es. Y, además, sólo un anticipo.
Todo es susceptible de empeorar en la sociedad que impone el miedo, presidida por dos lugartenientes inefables, la ignorancia y la envidia, hijas del mismo padre, viejas como el mundo, nunca sabias pese a sus muchas correrías, siempre infames y malsanas la envidia y la ignorancia.
“No son lo que dicen ser sino envidiosos.”
“Nada saben, menos conocen, pero aleccionan a diestro y siniestro como discípulos de la ignorancia.”
La voz recordaba a Felio lo que éste no olvida ni perdona. La preocupada voz insiste en la inconveniencia del olvido y el perdón sobre aquellas cuestiones que por su trascendencia y dimensión exceden del ámbito personal.
“Ni olvido ni perdón.”
La caridad bien entendida empieza por uno mismo, y sigue hacia el resto de afectados, lejos o cerca, vivos o muertos, a los que compete lo dicho o lo hecho. Piensa Felio a hora temprana, con el estómago aún no determinado entre ingerir un desayuno frugal o uno copioso, entre beber líquido caliente, templado o frío, entre satisfacer la demanda de un espacio de tiempo o el requerimiento de una situación excepcional, piensa Felio que las víctimas siempre han de disponer del derecho a la réplica y una defensa activa, letrada, valiente y culta; porque las víctimas dependen de terceros para acceder al perdón o al olvido, y ya que ellas, es obvio, no pueden manifestarse a su debido tiempo y en su debida forma, quienes las representan por mandato legítimo o mandato legal están obligados a exigir en su nombre la restitución del daño causado, más una retractación efectiva y pronta, más la correspondiente pena legal y moral que, en definitiva, tienda con esa ganancia a equilibrar la pérdida.
Aunque nunca la compensación, incluso la muy bien retribuida, repara el mal que la envidia, la ignorancia o la maldad —sinonimias de la perversión— ha producido en los ánimos libres de envidia, a salvo de ignorancia y exentos de maldad.
Espíritus de luz que combaten las tinieblas, que su memoria nos ilumine.
“Así sea”.
La voz también tiene hambre. También tiene sed la voz de la conciencia.
“¿Eres consciente?”
El apetito es una señal.
Felio está despierto y en su peso, con la grasa justa, con el músculo suficiente. Con los sentidos alerta, con la percepción insomne.
A su lado, en el lado del paisaje a oscuras, un hombre descansa su fatiga antes de reemprender el camino que penetra el paisaje de contornos difusos. Al otro lado, en el lado del paisaje con figuras conocidas en un teatro habitual, el desayuno es completo, abundante; no hay prisa. Es un momento feliz.
“Pide.”
Un deseo.
“Concedido.”
Una insinuación.
“Ahora viaja por tu cuenta.”
El hombre agota su paciencia. Mientras Felio se sumía en reflexiones, él esperaba que tomara la decisión de seguirle. ¿No era esa la idea? Vamos, responde.
Felio asiente. Da la espalda al momento feliz, nadie entonces le echará de menos, tendrá a su favor el margen del aseo, y enfrenta su mirada a los ojos del guía. Quiere saber si su composición es idéntica, similar o diferente a la suya. Para confiar en alguien hay que considerarlo igual que uno, tan humano como uno, tan necesitado y audaz como uno. Por eso Felio ha girado el cuerpo y mira a los ojos que le miran, a uno de los ojos con sus dos ojos, ni un milímetro arriba ni un milímetro abajo de la pupila elegida, sin hacer trampa, sosteniendo un duelo de humanas debilidades donde el parpadeo será la clave.
El parpadeo caracteriza a los seres vivos, es un acto reflejo. Cualquiera de los elementos de la naturaleza, un gesto cualquiera en aproximación rauda, hasta un susto a distancia o el asalto de una premonición, provoca una defensa intuitiva que baja los párpados. Los dos párpados a la vez.
El parpadeo es un signo fiable.
La envidia y la ignorancia son signos definitivos.