Sentar plaza en los órganos decisorios de las instituciones del Estado confiere al infiltrado un poder de útil e imprescindible manejo para la consecución de un propósito sólo publicitado en su verdadero destino cuando es un hecho.
La separación de poderes y el principio de legalidad son los pilares, las columnas, los cimientos y el sostén, dígase como se quiera, del Estado de Derecho; que a su vez da razón y sentido a la democracia, la cual no pasaría de suma de votos condicionados al régimen político, al sistema de elección y al refrendo organizado por la autoridad que al convocarlo nunca pierde en el recuento. Nos referimos a las democracias liberales no a las orgánicas ni mucho menos a las populares; estas últimas, patrocinadas desde el internacionalismo bolchevique —el marxismo leninismo, el socialismo real, todos los movimientos uno y lo mismo— las más hipócritas y fingidas.
En las democracias liberales, asentadas en un sistema de formaciones políticas integradas en el régimen parlamentario, en el marco constitucional donde presida una carta magna de ese estilo, la igualdad rechaza el igualitarismo y la libertad los modos revolucionarios que por ella acceden al terreno de juego para acotarla, en primera instancia, y suprimirla acto seguido.
Como no hay nada nuevo bajo el Sol, en sentido peyorativo el que más calienta, stricto sensu el que alumbra y templa y a diario se deja ver o notar, como la historia tiende a ser cíclica y a repetir episodios de tanto en cuando, lo que alardea de virgen y fragante a los pocos pasos muta en miasma pantanosa y surco trillado. Pero para advertirlo y prevenirse hay que tener memoria, vista larga, valor e inteligencia en la maniobra, cualidades al servicio de una causa superior, elevada del rasero, y enemigas del discurso abreviado en consignas, impreso en propagandas, teledifundido por los canales que llegan y penetran.
La infiltración es una práctica que para el uso político inventó la astucia allá por los albores de la diosa táctica, hermana de la estrategia, argumento a posteriori inscrito en el manual de la conquista con el objetivo de la acción a dos bandas. Los peones, engarces o eslabones —la categoría de los actores es puro formulismo, teatrillo para la excusa en una entrevista forzada—, reciben el impulso motriz, por lo común alejado de las turbulencias y bien provisto de auxilio financiero y mediático, y las instrucciones una vez posesionados del cargo; ese anhelo tan humano. El itinerario para la realización del cometido recorre una cronología supeditada a la marcha de los acontecimientos, los provocados y los imprevistos, y unas fases de puesta en escena que incluyen la vía oral, con opiniones, críticas y sentencias y la omnipresencia patentizada por cámaras, micrófonos y redes sociales a modo de cortafuegos, a modo de mechas y espoletas, según convenga. Al margen de la división de poderes y de la supeditación a las leyes.
En España, que es hija del Derecho Romano, la abundancia legislativa abruma pero escasea el efectivo cumplimiento de las normas y los preceptos; al contrario que en la órbita legislativa anglosajona, parca en leyes pero todas en ejecución. La legalidad española, heredera de Roma, habilita códigos y disposiciones para discutir su interpretación a partir del espíritu y la letra, una forma de dilapidar el tiempo de la Justicia, minorada por las consecuencias de los dimes y diretes añadidos al linaje sociopolítico de los circunstantes. Recordemos el “¿usted sabe quién soy yo?”, el “¿sabe quién me ampara?” y el “¿sabe lo que le conviene?”
Recordemos los tres mandamientos básicos de la alianza entre el poder y su acólito inoculado en el cuerpo a controlar: obediencia, presteza e ignorancia; obediencia a lo que se le manda, presteza en la función, e ignorancia del camino de retorno para impedir el indeseable tránsito de una fuerza opositora con ganas de airear la cámara oscura.