A las afueras de cualquier perímetro socializado, a una hora solar que no aprieta ni enfría, la sombra baila y la madera canta.
Sobre una prominencia que es otero de la tierra en derredor, a una hora que no embarga el tañido ni al compás pone sordina, el arte se ha proclamado fiesta silvestre, con tres protagonistas en su papel metidos.
En lo alto suena el reclamo que al oído llama, que a la mirada atrae, que al cuerpo invita a una danza de saltos menudos y graciosos.
Toda compañía es buena, declara el estribillo, y alguna en concreto mejor todavía; salta a la vista, regala el oído. Venga uno o vengan ciento.
Es una fiesta de puertas abiertas al raso. Qué Dios proteja a sus criaturas, que las dispense ventura, se pide al cielo.
Ramón Bayeu y Subías: El ciego músico, 1775. Museo del Prado, Madrid.
Son los ojos del alma que leen la música de cuerda, sabida de memoria hace tanto que ésta no recuerda la primera jornada que fue de bautizo; son las manos del destrón que percuten el instrumento; son las piruetas del buen amigo, el que va y está doquiera haya que ir y estar, el fiel y sacrificado, el feliz, sumiso y deseado.
Baila el instinto, toca el instinto, cita el instinto; ya todo está dicho. Juzgue, espectador, usted mismo y cuente la feria según le vaya, que ellos así obran con su espectáculo.