El trasiego de bienes y servicios es constante en palacio. De uno a otro extremo, los corredores, las antesalas, las dependencias, los pasadizos y las estancias, bullen de público y expectativas, resonantes las órdenes impartidas por personal cualificado —cargos de confianza, añadidos del nepotismo instaurado—, las cuitas, las precipitaciones y los precipitados. Todo para que el mundo inmediato gire a su determinada velocidad, con sus decididos elementos, en el preciso momento; y así, de esta manera ordenada, convencional y sabida, por mor de la inercia —que es una forma de vida tan arraigada como llevadera—, los horarios casan y las funciones se cumplen.
El palacio es muestra real de eficiencia, asignados los empleos, establecidas las responsabilidades. De un ala a otra, viajeras etéreas de inefable presencia, las gobernantas rigen el pormenor: ¡Vamos, vamos! Seguras de su cometido, marcadas por el protocolo, cada cual con su encomienda a flor de piel, bocas y manos en sincronía, la vista por doquier y el sentido de la organización siempre activado.
¡Venga, venga!
Dama con pixis – Dama oferente en el Palacio de Tirinto (h. 1200 a.C.). Museo Arqueológico Nacional de Atenas.
Las dueñas, en su gobierno parcial adjudicado por la jefatura, confirman la buena marcha del procedimiento, son y están, entran y salen, piden y dan, pautan y prescriben las leyes de la convivencia intestina. De sol a sol y aún más si fuera menester. Pues con la llegada del reposo, finalizadas las tareas, ya las alcobas por sus moradores ocupadas en los diferentes pisos, salvo una o dos, quizá tres o cuatro, exceptuadas las guardias y las velas —que no cuentan para lo que sigue—, nacen las postergadas ambiciones, hijas del disimulo y el instinto primario —el incesante y compartido—, camino de los puertos francos con el faro encendido y la oficiante alerta.
La sacerdotisa (h. 1500-1400 a.C.). Museo de Heraklion, Creta.
Chitón y a la brega.
Un día agitado merece una noche placentera, siquiera por un rato, ausente de publicidad y voces de mando.