El manual de la sabiduría es la referencia idónea para conocer el nombre de las cosas cuando fueron bautizadas.
Cambian las modas en el vestir fomentadas por la industria y la aspiración a la diferencia, pero la necesidad de un vestuario con el que cubrir la desnudez y protegerse de la inclemencia atmosférica es la misma desde la noche de los tiempos. Varían a conveniencia de parte los modos y las guías, pero se mantienen los objetivos, inefables ellos, de establecer a toda costa las pautas de comportamiento en la sociedad organizada.
Hay una razón superior para todo, invocada por quienes en la sociedad dotada de antiguo con normas para una convivencia estable y asentada en un orden jerárquico con instrumentos de control y ejecución, se han erigido cíclicamente en los artífices del paso adelante y de la nueva concepción de las viejas y únicas reglas viables.
Los ciclos se repiten, puesto que no dejan de ser costumbres, así mismo las actitudes, porque la esencia se mantiene a pesar de los muchos acontecimientos que le ha tocado capear, y, por supuesto, las proclamas, esos basamentos constituidos de material frágil, voluble, humoso, que sirven tanto para un barrido como para un fregado, lugares comunes donde comienzan a erigirse las rebeliones y las revoluciones. No obstante, y en ello reside la novedad, se modifican las formas para evitar en lo posible la comparación traída por la memoria que ha leído cabalmente la historia.
La sentencia de que no hay nada nuevo bajo el sol escribe a diario en la agenda de los asuntos pendientes un recordatorio clave: lo que parece innovador huele a rancio, lo que semeja un triunfo de la racionalidad ilustrada es un canto a la discrecionalidad, lo que antaño eran partidas echadas al monte hogaño son cuerdas aposentadas en muelles despachos y cargos de muy alto rendimiento, y grupos de presión antes como ahora que tal extremo salta a la vista de los ojos abiertos. Léase con la debida atención y el espíritu libre el manual de la sabiduría, que no hay otro mejor para llamar a las cosas por su nombre cuando fueron bautizadas.
Oponerse a la inercia es tarea ardua, más aún si cabe la de impedir el ascenso a la conducta falsaria, vehículo del engaño, y a la demagogia en auspiciado periodo de prácticas, pasarela de reclamo con aderezo de perniciosa ideología vuelta del revés, una vez de la mano y encaramadas a la cresta de la ola; permisos aparte.
Las consecuencias llegan y se hacen notar. La conducta falsaria imparte justicia a su antojo, con el inestimable refrendo de la comprensión generosa (desbrozado el camino de víctimas); la demagogia en auspiciado periodo de prácticas, exonerada de ulterior examen ante un tribunal independiente para evaluar la capacidad y el mérito, tiende a descomponer, a minar, a diluir, para conseguida la fragmentación reiniciar el procedimiento de vínculo y adhesión a partir del segmento dominante, concebido para ganar, aclamado en asamblea de leales adquiridos por peso y precio de utilidad, cuyas tesis encadenadas difundidas a los cuatro vientos en un tonante manifiesto, repetido hasta la saciedad en sus distintas versiones y por sus selectivos canales, se imponen por incomparecencia de alternativa, motivo aparente, y porque los obstáculos han sido previamente removidos, motivo real.
Lo demás sucede por asimilación mientras dura el efecto hechicero.