Por la puerta abierta.
El desayuno es uno de los momentos rituales del día. Según la hora a la que se ingiera, también del apetito que se tenga y de la actividad realizada a lo largo de la mañana, una mañana que da inicio entre luces y sombras al poner un pie por delante del otro, el desayuno recibe el número ordinal correspondiente: primero o segundo. Un tercer desayuno, como tal, es harto improbable, y de producirse, más bien se estaría hablando del aperitivo, de un almuerzo frugal o del almuerzo en horario extranjero.
Algo parecido, en lo que respecta a la denominación, puede decirse de la frecuencia del parpadeo. Un parpadeo cada segundo, por ejemplo, cada dos o tres segundos, incluso cada cuatro o cinco segundos, dependiendo del grado de concentración que domine al observado, recibe la consideración de normal.
Hace años, no recuerda cuántos, pero seguro que supera la treintena, Felio leyó una tesis sobre el parpadeo escrita a mano que despertó su curiosidad. Tanto como el movimiento inexistente de los párpados en el hombre que le invita a seguirle a campo traviesa. Aquella tesis demandaba una reflexión ajena a prejuicios, al margen de ideas preconcebidas y de la estricta aplicación de una lógica elemental. Esta de ahora, terminado el primer y copioso desayuno, exige una justicia análoga.
Deduce Felio, pues otra cosa no le es dable a ciencia cierta, que el hombre, ya aparentemente repuesto de su fatiga anterior, la aportada por el tránsito de un lugar a otro en la noche cerrada por una carretera secundaria, quiere enseñarle a él solo lo que quizá buscaban ellos tres con las llaves en la mano. Con algún propósito en concreto, sin duda. Es tentador. Pero aceptar seguir el juego sin una previa garantía, sin una o varias condiciones de seguridad ante lo que pueda avecinarse, a un hombre que no parpadea, o que sincroniza a la perfección su parpadeo con la persona que le mira, tiene un riesgo evidente, valga la paradoja.
Deduce Felio que ese hombre es humano como él.
—¿En qué piensas?
Susana mira a Felio. Antes ha mirado a Mario que degusta con fruición su desayuno.
—Con la barriga llena soportaré mejor cualquier sorpresa que me depare tu astucia, Susana.
—¿Crees que me divierto a tu costa, a vuestra costa?
—Tu fama te precede.
Es peligroso, aventurado, temerario. Piensa Felio que ha de sopesar el riesgo.
—Felio, defiéndeme. Tú me quieres desinteresadamente. Tú conoces la razón de mis actos.
Que ha de tantear el paso adelante y la consistencia del burladero. Los extremos de una línea imaginaria son lo único cierto, la parte realista de la trama y lo más próximo que ofrece asidero tangible.
—Somos tres, Susana. Tres es un número de apoyo y de rechazo a un tiempo. Tres es un número que encierra un secreto y dos verdades, o una mentira y dos versiones contradictorias, pero aun así entroncadas de un suceso cierto, en absoluto inventado. ¿Voy por buen camino? He calentado el estómago, despejado la mente de fantasmas y brumas, y guardo la llave en mi bolsillo.
—Está en mi bolso, Mario.
—No. La tengo yo.
—Está en la guantera del coche.
—No. ¿Quieres ver la llave? Está en mi poder. Yo tengo la llave de la felicidad, Susana.
—Felio, únete a mi causa.
El hombre que no parpadea sale a un exterior oscuro. El cielo es reacio a mudar de color hoy.
—Felio, vuelve —insistió Susana con la voz suave.
—Guárdame el secreto.
Felio pide a Susana un voto de confianza.
—Necesito más, Felio. Con independencia de que seas hombre o mujer, los mínimos son iguales para todos. Te he dicho mil veces que la esperanza es una muda de ropa, una ráfaga de viento fresco en un medio sofocante; es pasajera aunque persistente si no se vislumbra otra alternativa. Un clavo ardiendo, una tabla de salvación escurridiza, astillada y a la deriva. El que sea lo último que se pierde reafirma su condición desesperada.
El hombre que parpadea al unísono que su interlocutor avanza sin mirar atrás. Ya se ha expuesto suficiente. Su imagen se recorta en la penumbra, parpadeo; un segundo y muta, parpadeo; dos segundos y se fragmenta, parpadeo; tres segundos y se volatiliza, parpadeo, parpadeo, parpadeo.
—Me queda el segundo desayuno, Susana. Yo también tengo hambre.
—Hay cosas que no cambian nunca.
—¿Tienes la llave, Mario?
—Sí. Y me apunto al segundo desayuno dentro de un rato. Es una buena costumbre.
Felio mantiene los párpados en alto.
—¿Dónde la tienes? ¿La llevas encima? Me parece que no.
—Le cuesta amanecer.
—No te preocupes, Susana. En un rato llega el segundo amanecer.
—Gracias, Mario. Me gusta el azúcar. Como le gusta a la abeja reina, como gusta a los zánganos que la fecundan, como a las hacendosas, sumisas y obedientes abejas obreras que cuidan de su reina porque es el precioso fundamento de su laboriosa existencia; también deleite de las temidas avispas.
Mario palpa el bolsillo del pantalón, el otro bolsillo del pantalón, el resto de bolsillos en sus prendas.
—Qué raro… —murmuró extrañado.
Susana mira a Felio, le sonríe, le excusa, se justifica, se consuela, le regaña, le apremia, le cita.
El burladero se sostiene con sus tablas encajadas. Por esa parte no hay peligro.
Mario se preocupa. ¿Dónde ha metido la llave?
—Está en el coche, Mario, seguro.
—¿Está en tu bolso? Sueles guardar tus cosas en el bolso, Susana.
Susana asiente.
—Vale, Felio. Haz lo que te dé la gana. Pero no tardes. Quiero llegar hoy. El tiempo pasa muy deprisa y yo quiero aprovecharlo al máximo.
Mario chasca los dedos.
—¡Claro! La metí en tu bolso.
Susana duda. Felio compone una idealización con las piezas esparcidas que el hombre va dejando caer a medida que se aleja.
Susana respira aliviada.
—Vuelvo a dirigir la aventura.
Mario ha perdido la partida, lances del juego. Le toca pagar.
—Demuéstrame que me quieres y no te evadas —conminó Susana.
Sentado a su lado, Felio ve como su alteridad pasa junto a Mario, buscando su cartera en el bolsillo, y sigue al hombre que no parpadea o cuyo parpadeo es fiel reflejo de quien le observa e imita.
Por la puerta abierta que insinúa una dimensión latente, camino de alguna parte inexplorada del subconsciente, un hombre de edad indefinida y paciencia curtida guía la curiosidad sin párpados, esa que está condenada a enloquecer, esa que ha superado el sufrimiento mortal.