Todo en el mundo tiene su origen. El origen de cada uno de los elementos integrantes del mundo: animales, vegetales y minerales, es más o menos conocido, está mejor o peor explicado, o aún por interpretar racionalmente para entendimientos alumnos de la ciencia. Nadie en su sano juicio duda de que el cómputo del tiempo se mide a partir de su inicio.
Alguna vez fue la primera.
Después del principio, poco o mucho a continuación, la vida cobró sentido a partir de imágenes y sonidos.
Ivan Aivazovski: Caos (La creación), 1841. Museo Armeno, Venecia.
Superado el impacto de la sorpresa, el péndulo osciló entre el caos y el orden. La colosal arquitectura del contenedor de materia orgánica, de materia inorgánica y de aire, comenzó a pulimentar sus aristas. Un trabajo arduo el del artista, sopla que te sopla, acciona que te acciona, mueve que te mueve; una labor meticulosa; una tarea eficiente; una exposición constante.
El impulso inicial, que alguien dio aquella primera vez, es suficiente para recorrer el universo de cabo a punta, en interminable viaje de ida, porque todavía su límite está por descubrir.
No hay prisa por acabar lo que un día sin fecha previa empezó a moverse, a crecer, a expandirse; a provocar desvelos, a forzar la inteligencia, a desafiar la comprensión.
Mientras, a la espera de que la luz hacedora de prodigios vuelva a pasar con la cabeza vibrante, la sed de conocimiento, así como la curiosidad innata de los seres despiertos, bebe del movimiento continuo, ora bravo ora remansado.
Iva Aivazovski: Entre las olas, 1898. Gakería Nacional de Arte Aivazovski, Feodosiya, Ucrania.
Los seres vivos se mueven, también el pensamiento de los seres dotados de tal capacidad. Al andar, el pensamiento arrostra las experiencias, la memoria y los recuerdos, que siendo tres acepciones diferenciadas confluyen en el mismo cauce, sinónimos de un concepto único. El corazón late, los párpados ascienden y descienden, los pulmones inspiran y espiran; el movimiento apadrina vida, formas y colores.