Pedro se refugia en el balcón, de cara al perjudicial frío de la madrugada. Qué más da, disculpa su atrevimiento, tiene que encontrar el sueño en alguna parte, lejos del calendario, del reloj biológico y de un corazón empecinado en marcar el ritmo, como debe ser, como los competentes médicos de la residencia quieren que sea. El ambiente otoñal de la noche es un bálsamo y un riesgo, no debería exponerse de esa manera, como una estatua que parpadea y gesticula sin aspavientos a un mundo en reposo.
En Pedro Serreño no cabe el amor a la vida porque no quiere sufrir, ha oído que ninguna ley de la naturaleza cambia porque la voluntad individual lo exija. Maldice una y mil veces la condición inmutable de la estatua, y, sin embargo, quiere ejemplarizarse como ella, en ese mismo lugar que todavía ocupa. Sí, hay en él un anhelo por huir del tiempo, no sólo de aquél circunscrito a la mano y la pared que vincula un día al siguiente y al otro y al del mes que viene. Y a la vez hay en él una vocación mortal, un deseo de alcanzar el fin del camino muy pronto, mejor mañana que pasado. No es que quiera llegar cuanto antes el paraíso del que se nutre Magdalena Orive, en su habitación y en la capilla, tomando una copita de licor estomacal y un trozo de tarta de almendra con el padre Pombo; lo que Pedro quiere es no abandonar el paraíso, y no vislumbra solución para seguir dentro de sus límites.
Es un prodigio para la ciencia y un suplicio para Pedro. Cada vez se da más cuenta que, parafraseando a su mujer cuando ella se dirigía irremisiblemente hacia el camino sin retorno, no hay vuelta de página. A esta noche le sucederá un nuevo amanecer, la vida diseminada en el exterior recobrará forma, sonido y movimiento, los contornos darán paso a composiciones identificadas y restará una cifra en cada una de las líneas escritas con la péndola en la pantalla del televisor. Por más que contemple el mundo exterior desde la atalaya del segundo piso, de día o de noche, el espectáculo continuará siendo el mismo del primer momento, y el ofrecimiento de ese mundo al que se pide respuesta, un regalo indeseable.
Se ha convertido en una paradoja; el destino, la vida, los diagnósticos y los fármacos son una paradoja; la tan manida y versificada música del corazón, ese ritmo puro de la cotidiana existencia, la corriente que activa y armoniza el resto de las funciones, es un trallazo demoledor que le arranca de la fantasía.
¿Por qué no desterrarse a fuerza de voluntad? Es una voz profunda y lejana la que le urge a no seguir perdiendo momentos culminantes. Sería tan sencillo, imagina, una flexión calculada, un instante glorioso de autoconfirmación, la decisión cimera, sumergirse en el placer de la gran victoria; o si se prefiere, de la gran derrota del enemigo.
El juego ha terminado, las sombras se multiplican con espasmos de viento, desciende la presión atmosférica, no la de sus arterias; parece que va a llover. Cierra la puerta del balcón y se queda un rato a oscuras examinando el letargo del mundo exterior, con la nariz rozando el cristal. Al cabo, desfilan ante sus ojos desvelados diferentes secuencias de catástrofes naturales. De pequeño vivía las tormentas con una mezcla de pavor y fascinación, atraído por la magnificencia de los elementos y su inconmensurable poder higiénico. Con los años se moderó el embeleso y la retracción de los músculos. Ahora quisiera ser testigo de un huracán, como los que azotan las tierras vírgenes, con nombre propio, encaramados a la azotea los residentes de Villa Dorada buscarían el último amparo tangible, hasta que los cimientos del edificio cedieran a los garfios invisibles y la succión arrastrara a cuerpos y objetos, a la materia y al espíritu, hasta los confines de la certidumbre.
Una vida sin sobresaltos no está al alcance de cualquiera, es de común entendimiento; invocar a los Elementos, azuzar a las Furias, destapar la caja de Pandora, aún menos.
Ha pasado el momento de seducción, la madrugada se dimensiona bajo techo, Pedro, el tendero de la calle San Miguel, es más afortunado que muchos, a pesar de todo. Arrecia el viento pero no pasará a mayores, agradece la calidez de la habitación rotulada con el número cuatro. Le invade una súbita oleada de satisfacción, ¿cabe aferrarse a la esperanza? Lo que siente nada tiene que ver con la segunda virtud teologal. Enciende la coqueta lámpara sobre la mesilla de noche y se mete en el baño. Frente al espejo, ovalado, reconoce los elementos que configuran el escenario. Uno, dos, tres segundos frente al espejo. El sortilegio es utopía, no podía ser de otra manera. Más allá del balcón las ramas de los árboles esgrimen contra el viento. Más aquí, la imagen de Pedro Serreño no queda reflejada en el espejo.
(De la obra Vivir de más).