Mi paseo invernal es pausado y solitario. La tenue caricia del Sol, dadivoso en su presencia invernal a través de las ramas y las copas de los árboles esbeltos, unos redondeados a primera vista, otros de triangulada efigie, inspira una felicidad de sencilla armonía, de acontecimientos emotivos que tornan a destacar en unas fechas concretas.
El ondulante paisaje me circunda, enmarcado por sus rasgos característicos. El fondo azul del cielo hoy, que ha amanecido sin niebla, cubre de oro el tercio poniente, aunque para el ocaso faltan horas de luz pintada con amable trazo. Perspectiva afable en lo inmediato.
Estampas sucesivas de una época alternada, la del recuerdo y la del proyecto; la que fuera de ideas, la que es de obras que adicionan o sustraen razones a lo pensado. Imágenes de antiguo pincel, de laboriosa mano, de ensimismada creación, que aguardan el recorrido calmo y atento de una vaga corporeidad respetuosa con las leyendas que perviven en la intrincada resolución de los sentimientos, con suspiros y murmullos, con lágrimas que no ajan la encendida piel de las mejillas, expuesta al frío vivificador. Acuática irisación que amplía los detalles a la mirada retrospectiva.
Claude Monet: La urraca (1868-69). Museo de Orsay, París.
La que vela el recuerdo.
La que observa la oportunidad.
La que cuenta los pasos hasta el desvío y despide al visitante, una vez depositado el óbolo, condición de generosidad al cabo agradecida, para que no altere ni la pluma ni el postigo, para no rebasar la fronteriza sombra del rústico cercado con su puerta en equilibrio, del ave custodia, del cultivo latente, de las siluetas leñosas y enhiestas. Para que a la vuelta de otro ciclo de vida se repita la historia.