Exceso de vanidad y prejuicio.
Hay una diosa llamada Hibris (o Hybris), emparentada desde la raíz al espíritu con la diosa Némesis, que, como ésta, antes y ahora, también personifica la desmesura y sus inmoderadas vertientes cortadas a pico, filosas y escarpadas, cual son la soberbia y el orgullo. Hibris es insolente, entrometida y cáustica, encaramada al protagonismo y promulgadora de la orden del día y del estado de sitio.
Lleva la transgresión en sus acciones, por aquello de sobrepasar los límites que la autoridad marca, y de no mediar obediencia impone; y porque eso de guardar y hacer guardar el espacio privado es algo que desprecian sus impulsos, afines a la violencia más que a la mesura. Se rinde a la pasión y comulga con su colega Ate, una furia de notorio orgullo, mostrando ambas si tercia la ocasión la vesania producto de una patología incurable.
Pero en el reverso de la moneda de dos caras, Hibris es la portadora del castigo que merece su conducta y los por ella influidos; igual que Némesis castiga la desmesura y sanciona la irresponsabilidad.
A solas con Némesis, en un lugar innominado del que se tiene vaga noticia por leyendas circuidas de mito, subrayan sus coincidentes significados y planean a la par la venganza y la justicia, la ida y la vuelta del ciclo vital; muy puestas ambas en las materias pertinentes.
Hibris y Némesis cobran su venganza en el instante que se consuma el hecho que subvierte una relevante condición anterior, la que fuera apuntada sin atisbo de duda y ha sido implacablemente perseguida hasta que el resultado convence a las ejecutoras.
En cuanto a la tarea justiciera el camino de su conclusión se bifurca en dos: el de la justicia retributiva: aplicada como contraprestación al daño causado, compensando un mal con otro mal, otorgando carta de naturaleza a la libertad; y el de la justicia equitativa: a modo de recto proceder que entrega a cada cual lo que merece, con imparcialidad en el trato y en el reparto, confiriendo a la justicia un papel ecuánime.
Una y otra, alternadas sus manifestaciones para desconcierto de rivales, envidias —que nunca faltan en cualquier historia que se precie— y enemigos, practican el codiciado arte de ser juez y parte, en tanto los controladores de andanzas no anulen sus competencias.