Se decía antes que sobre los cobardes no hay nada escrito, que sus conductas y actitudes no daban para llenar sino el vacío, y que su recuerdo únicamente debía habitar la sima del olvido.
Qué buena historia resulta la que no ha sido escrita por cobardes, qué válida es como ejemplo, qué edificante su lectura para la realidad y la imaginación de quien a través de sus páginas la sitúa, la vive y la proyecta.
Se decía antes que sobre los cobardes no hay nada escrito. También se decía antes de los cobardes que sus conductas y actitudes no daban para llenar sino el vacío, y que su recuerdo únicamente debía habitar la sima del olvido.
De un tiempo a esta parte el panorama ha cambiado y de qué manera. La sucesión irreverente de historietas con pretensión enciclopédica, avalada por los órganos de comunicación institucionalizados desde la plantilla a la cuenta de resultados, sustituye de la cruz a la raya en el acervo cultural las crónicas, las biografías y las exposiciones documentadas de acciones y omisiones forjadoras de historia.
La cuestión prioritaria e insoslayable es que mediocres y cobardes redacten y proclaman su nueva supremacía universal en los ámbitos de estudio de ciencias y letras, de organización social y dirección política, y de comunicación en las órbitas próximas y remotas, incidiendo con acentuado celo fiscalizador en la esfera privada; terreno en continua jornada de puertas abiertas en el ingente plantel de la cobardía; ese mal endémico que se manifiesta de diferentes maneras, a cada cual más rastrera y servil.
La cobardía es una enfermedad tópica de transmisión hereditaria, altamente contagiosa, encauzada para dar una apariencia de decisión colectiva, causada por la ignorancia, el proceder irrelevante y la sustitución de aspiraciones por alicientes teledirigidos en el desglose de las individualidades sumadas para aprobar el nivel de eficacia en el cómputo administrativo.
El cobarde, que per se queda inscrito en el censo de la nulidad, merced al impulso de una clase dirigente continuamente renovada en origen y siempre al acecho de la oportunidad pintiparada, alcanza el estatus de voto cedido ocasionalmente por la autoridad en curso para la consecución de objetivos, y vinculado a una masa de fácil conformar, obediente y rigurosamente jerarquizada hasta en la figuración, engrosa la lista de elementos disponibles según convenga a cambio de un pasar estable en el límite de la subsistencia. Y lo que conviene a los que manejan los hilos es que el cobarde atente contra vivos y muertos aunque con ello quede en evidencia la expresión de una derrota perenne. Pero como la difusión del mensaje está bajo control, y los voceros responden a la misma consigna que el tropel de siervos, aunque sus beneficios y consideración pública sean mayores, cualquier denuncia de la imposición está penada por sentencia firme del poder corrompido y toda denuncia del fracaso está condenada a viajar al limbo y allí residir en una celda.
Son los cobardes, con sus actitudes y conductas, los campesinos que siembran la tiranía y luego entonan la confesión de esclavitud como si tal cosa o, en algunos casos, como un acto de contrición de muy escaso eco: el sistema no puede permitirse las notorias disidencias. Un sistema-régimen-patrón de corte experimental, apuntalado por lemas altisonantes y consignas ripiadas en aras del inefable progreso, esa utopía, ese arcano, esa piedra filosofal de alquimistas, ese bálsamo curativo de chamanes, esa panacea de iluminados, ese tinglado de mercachifles, en definitiva tan del agrado de los liberticidas y los acaparadores de bienes y haciendas.
El cobarde es un ser venal por un coste mínimo de mantenimiento, acogido a la resignación sin apellido y presto al sometimiento, que a la postre busca el perdón del ofensor y su aceptación para ingresar en el paraíso de los conniventes. Bastan unas insinuaciones y unos calificativos reiterados para que motu proprio convalide la falsedad que se le imputa, y la farsa del manifiesto, en convencimiento de merecer el público castigo si no opta por la absorción.
La del cobarde es una especie parasitaria y usurpadora en contante y sonante expansión. Quizá Stephen Hawkings, al advertir en fecha reciente que el hombre debe buscar acomodo en otro planeta en un plazo de cien años, quiere anunciar el peligro de esta colonización endógena para los espíritus libres, a estas alturas de la historia real en franco retroceso. De modo parecido, pero con diferentes palabras, tal vez Ernst Jünger al denunciar que los altares olvidados han hecho morada los demonios, quiso advertir ya en 1934 lo que se nos avecinaba por el conducto subterráneo, laboratorio donde moran a resguardo los que a base de artificios, complicidades y encubrimientos venden humo y compran voluntades para ganar adeptos.
En síntesis, la trascendencia repudia y extraña a los cobardes.