Suena el Trío para violín, piano y violoncelo D. 929 (Op. 100), de Franz Schubert
Atardece, declina el Sol.
Un largo suspiro, tenaz, obsesivo, atraviesa el aire y vuelve a su origen por efecto de la fuerza atávica. De nuevo el principio, la única realidad.
Mira el paisaje abierto a un mundo tímido, reducido a la amplitud de una calle larga y apartada con viviendas discretas, alineadas. Cada una con sus ventanas; cada una con sus habitaciones; y cada una con las historias que guardan sus moradores.
Absorto en la contemplación de lo muchas veces visto, hoy, que es un día como otro cualquiera, busca un misterio diferente. En la memoria, que suele conservar las impresiones conmovedoras, quiere encontrar el tema principal de su inspiración, y también en el juego de sombras previo a la puesta en escena nocturna.
Tiene vetado salir de casa por un tiempo. Será breve, soportable, pasará rápido; si todos los males curaran tan pronto ni asomo de memoria quedaría de ellos. Si todas las sentidas dolencias, aquellas que calan el alma, duraran lo que una aparición, por sobrecogedora que sea, a los recuerdos les sobraría su acomodo. Lo cual no es deseable.
Mejor sostener en alto la paciencia, que bien aconseja. Antes o después, si hay remedio, la vida recobra su pulso en los mismos lugares donde una causa, de mucho ímpetu ella, dio cese a la cotidiana actividad. Una contrariedad. Lo es, sí, pero con sus beneficios anejos. Sólo hace falta cerciorarse de lo próximo, de lo asiduo, de lo que está situado al alcance de la mano: las mil cosas que entretienen, dispensan afecto y provocan sonrisas.
Esas cosas, de tránsito cíclico, aunque sin fecha no ocasión predefinida, que obran la maravilla de revelar a su poseedor el secreto de la felicidad. Las tocas, les hablas, las cuidas, las implicas en los asuntos que importan y ya está, así de sencillo.
Mientras permanezcan donde deben esas cosas, que cada cual conoce y llama por sus nombres, los propios tanto como los incorporados, que sirven igual, conducirán la oscuridad a la luz, la tristeza a la alegría, el desánimo a la ilusión y las ganas hacia la voluntad debilitada.
Es cuestión de propósito, esa fascinante alquimia que convierte un deseo en probabilidad.
¡Qué importa un obstáculo si se dispone del mecanismo idóneo para sortearlo o, todavía más emocionante, salvarlo y que atrás proteste, traspasada la soledad, diestramente canjeados los pesares por una moneda de buen curso!
Suena un precioso timbre: ha llegado la esperada visita.