La libertad únicamente es personal.
Sustituir una creencia por un ídolo, o el sentimiento de trascendencia por una ideología, no anula ni la creencia ni el sentimiento sino que los pervierten con una burda imitación, un remedo impregnado de atrabilis que busca afianzarse en las mentes y en las conciencias de manera sustitutoria; ocupando el espacio que previamente ha quedado vacío, abandonado.
El deseo del hombre prometeico por encaramarse desoyendo advertencias prudentes a la cima de las realizaciones, aun siendo incapaz de obrarlas y ni siquiera aprenderlas desde su génesis ni a lo largo de su infinita trayectoria. La criatura ingenuamente obstinada, equivocadamente rebelde, criatura de sí misma en el turbulento paritorio de la vanidad, rechaza toda humana limitación, como si ese límite fuera una determinación ajena y contraria a la esencia del ser viviente racional y erecto.
El inmenso mundo que da cabida indistintamente a virtudes y defectos, a sentencias y a especulaciones, es para el hombre configurado a partir de un procedimiento empírico un lugar menor y afectado de atavismo, una mera circunstancia despreciable incapaz de proyectar el futuro.
La ciencia es progreso y el progreso llena cualquier recipiente habitado y colma cualquier anhelo humano con su definición.
Un solo concepto basta para alcanzar la dicha terrenal: el de progreso, principio y final del ciclo de la vida, figura perfecta, concluida, pensamiento único, absoluto.
Irónico.
Nadie hasta la fecha —vaya usted a saber dentro de cuatro mil millones de años, en puertas de la despedida, cuando la Tierra reciba la máxima expresión ígnea del Sol— puede prescindir de valores absolutos —a un lado los juegos de palabras y los divertimentos de salón—, es una evidencia; de ahí que los rectores del orden desenraizado, al tanto de las necesidades dirimentes y del enorme peligro desestabilizador que supone el vacío, tiendan a recrearlos concibiendo ideologías sustentadas en el efectivo aparato propagandista: dicho y repetido.
El recambio está servido, el ídolo cocinado y puesto en bandeja aderezado con focos y micrófonos. Por detrás, a resguardo, muñendo e ideando, están los que manejan los hilos del locuaz, dinámico y agudo títere.
Este ídolo, criatura anunciada sin más límite que el aún insoslayable de la muerte (y el de la enfermedad, y el de la carencia de afectos y el de la ausencia de elección y el de la llamada hechicera de la naturaleza, etcétera), fenómeno atractivo diseminado en sombras y en paradojas, a un tiempo exalta la libertad mientras abomina de la persona individual (el peor enemigo del pensamiento único y la voluntad general).
La libertad únicamente es personal.
Algo inaceptable para el materialismo dialéctico y para el materialismo histórico que evalúa al individuo según el grado de utilidad que reporta a los creadores de opinión, a los artífices de sociedades cercadas y a los arquitectos de mundos controlados por la tecnología y la programación.
En palabras de Sócrates, siempre transcritas por Platón, “hay que aprender a distinguir lo que de arriba viene de aquello que, viniendo de abajo (únicamente intervenido por el hombre para el propósito exclusivo de un grupo humano reducido, especulador y sectario), está pronto a servirse de vagos idealismos para fines rastreros.
Y es que, al hilo de la reflexión de Friedrich Hölderlin, cada vez que el hombre ha pretendido edificar un paraíso cimentado en el Estado lo ha convertido en un infierno. Depositario de aquella “voluntad general” que conjugando la ilustración con el terror ha fundado el totalitarismo.