Paseaban varias veces al día, siendo una de ellas la salida principal; generalmente por la mañana, con el fresco del ambiente nuevo irradiado del amanecer. Pero no siempre madrugaban, como no siempre lucía el Sol o escampaba a la hora elegida tras un episodio de lluvia pertinaz. Cada día era obligatorio ver mundo, el mundo acostumbrado a la visita y el otro, o los otros, ese o esos mundos ávidos de aparecer si los que buscan quieren encontrar un olor diferente, un escenario nuevo, una sorpresa bienvenida; en suma, un aliciente. La hermosa rutina cotidiana.
Con tantos pasos dados al cabo del tiempo recibían con agrado un motivo para detenerse sin, al parecer, haber llegado al punto donde comienza el retorno. Hallado el observatorio así, por casualidad, susurraba con voz encantadora el interés por descubrir los paisajes alrededor, y comparar recuerdos y alentar imaginaciones que, nacidas ayer, perviven y se prodigan si la ocasión pinta favorable. Allí quedaban de mutuo acuerdo, posesionados del observatorio, felizmente curiosos, indagadores del tapiz, contemplativos de la acuarela, dando rienda suelta a los nobles instintos; que es un placer nunca suficientemente descrito ni vivido.
Santiago Rusiñol i Prats: La cruz de término (1892). Museo Carmen Thyssen-Bornemisza, Málaga.
Y volvían al poco, cómplices en el secreto, a seguir averiguando las maravillas, discretas y tentadoras, del lugar privilegiado, sabiendo que como observadores avezados ocupar el sitio correspondiente integra en buena armonía lo foráneo con lo autóctono, el movimiento con la permanencia, la virtud con la necesidad.