El número elevado de participantes no implica la calidad de la reunión.
Es oportuno salir de la ruta seguida por una avalancha; pero sin precipitarse. Lo inteligente, que requiere de valor y de sangre fría, es hacerse a un lado que no oculte el arrastre de lo que va siendo engullido ni silencie el rugido que acalla los lamentos y las advertencias tardías. Porque lo que permanece a la vista y al alcance a salvo de riesgo de los demás sentidos, lee, interpreta y ayuda; enseña, muestra y protege. En todos los órdenes de la vida cabe aplicar el ejemplo del alud distante, de estampido lejano, que de manera creciente en el sonido y en la forma se transforma en avalancha, en multitud atropellada que una vez, de individuo a individuo, de grupo a grupo, creyó en el canto de promesas, y que de repente cae provocando caídas y lesiones, implicándose en el suceso que parecía beneficioso como artífices de la perdición propia y de los siguientes.
Si bien es cierto que la unión hace la fuerza, no es menos cierto que una precisa y preciosa voluntad supera cualquier obstáculo que a la condición de persona le sea dable. El número elevado de participantes no implica la calidad de la reunión; en cambio, un orador encumbrado por su audiencia concita la atracción del universo referente. La empresa es bien simple: convencer. Y entre personas libres al convencimiento se llega con hechos y argumentos por la vía expedita de regulaciones y adoctrinamientos.
Con la voz modulada en su justa proporción de ciencia y letra, hablando con propiedad. En tal caso, que es deseable prolifere, nunca se concede título de superioridad —prerrogativa de héroe— a quien, fuera máscara y aporte de envidias, adolece de vicios, falta de escrúpulos y acarrea un egoísmo voraz sólo comparable a su vanidosa prepotencia; en definitiva, un cúmulo de graves defectos morales por ausencia de moralidad.
Aunque un carácter templado, un dibujo de sonrisa perpetua, una amanerada puesta en escena y un tono condescendiente en la exposición, la réplica y la dúplica, no han de significar necesariamente un dechado de civismo y una orla de razones; al contrario, pues cuando con sobrada motivación una persona airea su genio disconforme y expresa en justicia un rotundo malestar por causa cuya demostración es palmaria, es digno escuchar lo que tenga que decir y atender sus reclamaciones. En demasiadas ocasiones a lo largo de la historia se disimula la perversión, el engaño continuado y la inmediata tiranía con modos solemnes, fingidamente afectados y tranquilos. Tratar de mudar el odio y la inquina con vestuario llamativo es meramente un trampantojo.
La actitud cuenta en la valoración del emisor y del receptor. Igual que la utilidad del mensaje y las obras para que además de tener sentido valgan algo o mucho y eviten rodar pendiente abajo a la llamada del declive.
También la intención descubierta, la previamente advertida, revela la zona oscura de los propósitos, y antes aún que un eficiente alumbrado dirigido a la apariencia; el haz de luz enfoca en su huida de escondrijo a la palabras torcidas, las que, en sabiduría del refranero, a una parte miran y a otra tiran. La intención ajena requiere de la máxima atención propia.