Suena la ópera La urraca ladrona, de Gioacchino Antonio Rossini.
Miel a captura de olfato, placer que envanece los labios y al aparato locomotor encarece a cubrir la salvable distancia entre el despertado y su presa. No es fruto de la libérrima imaginación, tan ansiosa por ofrecer al tacto la materia sólida como el destinatario de sus influencias el comprobarlo, con infantil regocijo, con vago recuerdo de cuna y promesa de fiel cumplimiento; a su hora, en su lugar.
Al alcance de los pasos la sugestiva aventura, con el gusto —con todos los gustos fincados en la continua espera— embarcados en la audacia. Elocuente, primoroso reclamo, vaya por delante el riesgo que por detrás lastra, aunque menos por la ocasión pintiparada, una antigua prevención que también habla, enseña y aúpa a la repisa donde orea el premio.
Pudiera ser la añagaza de una mente superior templada en mayores experiencias, cuidado; pudiese haber en un recodo de la concertante avenida hacia el deseo una trampa, mesura; cautela, pide la historia, que es el apostadero de todas las referencias para bien y para mal que anduvieron en pos de una conquista, de saciar el apetito exigente que nunca se conforma con la flor de un día.
Merece la pena el riesgo acarreado ya el castigo, ciento y mil veces. Mira y sigue. Mira y repasa la lección.
Un capítulo de esa historia que escribe la biografía del autor cuyo anonimato destaca, cuenta que a la moraleja se llega desvelando el episodio de principio a fin. El comienzo es de nube, difuso, extraño a la interpelación, caprichoso, hasta bienintencionado; el término es de propósito interpretativo, volátil, efímero y dúctil, valioso e indispensable. El capítulo está sabiamente ilustrado con el dibujo de los enseres que hacen posible el ensayo vital en sus descartes, en sus presagios y en la fe, no a disposición de cualquiera, que mueve montañas y vence toda clase de resistencias. Es un capítulo dedicado a la genética, enfocado a la supervivencia, de conformidad con los presagios, legado de padres a hijos.
La costumbre tironea, pero ni los gustos ni los olores son los mismos. Lo llevas dentro, se dice, y por eso actúas de una u otra manera, se descubre. La ilusión no ha de faltar, se sabe; riela en lo alto de una idea, de un plan atávico sin alternativa, de la necesidad imperiosa, causa de aciertos y fracasos, como una aureola juzgadora de la conducta adecuada, pese a los inconvenientes y a la suerte que ronde, o apartada de su sino, desviada del pronóstico emitido por el hado en funciones de custodia, del remedio a la debida temeridad, de la claudicación perezosa y cobarde que sólo prolonga la amargura del perdedor.
Poco importa a la postre si la miel es hiel. Hay que intentarlo, lo exige la herencia, lo impone el carácter y el afán por superar un obstáculo previsible; hay que dejarse atraer, con los sentidos alerta, muy convencido de la corporeidad de las sombras, y en última instancia, fiado al instinto, porque todo movimiento es instintivo, evitar el contacto pernicioso con los impetuosos gestos salidos de la nada al acecho.
Rápida y furtiva maniobra, un visto y no visto afortunado que destapa admiraciones junto a una retahíla de suspicacias; un vuelo en ciernes, alrededor del controvertido suceso, hábil en la estrategia de combinar la suposición con la respuesta y lluevan plácemes por el final feliz.