Si malo era suponer, con sobradas razones para ello, peor es comprobar y que la cosa ni se dé por concernida ni, faltaría más, varíe.
¿La cosa? ¿Qué significa eso de la cosa?
Como poco extraña a quien se haga la pregunta, que el indeterminado sustantivo, no obstante concepto en toda regla, sea por sí mismo un argumento de calidad ni tampoco una manifestación resumida de un análisis sesudo y plenamente contrastado.
Caspar David Friedrich: Monje a la orilla del mar (1808-1810). Palacio de Charlottenburg, Berlín.
Pero se explica fácilmente de poner mientes en el asunto: algo transformado en cosa, que no lo era, es que ha sido cosificado, es decir, desnaturalizado y por ende envilecido a la condición de materialismo dialéctico; entiéndase por tal castigo el sufrir pena de caída al oprobio hasta yacer anónimo, cual insignificancia desechable, cuando pertinaz y empecinada se ha resistido al proceso de modelado.
La conversión de la identidad en nadería, léase de lo propio por lo ajeno, se perfecciona por el mero consentimiento en símil de artículo legislativo. Realizada la transferencia del ser por el estar aparece cual deus ex machina un credo sustitutorio, en formato secular, de estilo remedo con pompa y atavío que recuerdan el propósito de la envidia.
Caspar David Friedrich: Caminante ante un mar de niebla (1818). Kunsthalle, Hamburgo.
Desconcertante; asombroso. Y lo uno con lo otro a la vez, en larga collera animada de promesas, las del viejo negocio, falsas y tramposas, y espejismos, los del nuevo envoltorio, hechicero y opresivo, que enmarcada por reflejos se difumina desierto adelante en el sofoco de una bruma experimentada en laboratorio de cientifismo artero.