Suena el poema sinfónico Danza macabra, Op. 40, de Camille Saint-Saëns
Reía, se le vio reír. Los demás también reían, se les veía bailotear entre risotadas y gestos procaces; eran esos otros acompañantes, el cortejo desquiciado, que recreaban las pasiones de los vivos desde el imaginario de los muertos. Ufanos en su descarnada irrealidad —sois, ¿qué sois?—, entretenidos en el lapsus temporal, de cuya medida nadie da cuenta cabal, con la burda plasmación del agorero final del camino.
Hasta aquí lo que se daba.
El teatrillo de los cadáveres insepultos marchaba donde el reclamo de la fiesta lo condujera para satisfacer la curiosidad morbosa, tan humana y apremiante como la intelectual, de ojos como platos y piel de gallina, agazapada en unos, manifiesta y desafiante en aquellos que a la parca rinden un tributo de desprecio, no en vano burlesco.
Aunque a la historia que cuentan los muertos con su decidida interpretación les prestaba oídos el mundo entero de los vivos, por si acaso el día que irremisible llega el aprendizaje de maestros tan implicados sirve de algo o de mucho a la hora de rendir haberes y deberes.
Delante de los ojos del público ansioso, abiertos como espejos, y a flor de piel, trasuntaban las historias personales con las cosas y los hechos sobre los cuales recaía una vengativa indiferencia, propia del despecho, que a los emisarios de la incógnita divertía mientras aterrorizaba, o en menor medida, asustaba y precavía, a los destinatarios, sujetos del atino, espectadores a su pesar, pero con su indiscutible aceptación ondeando en el círculo dramático.
El festín de las pesadillas amenizaba los crepúsculos heladores de los ruedos concitados.
Al igual que sucede en los espectáculos humanos de hueso con carne y órganos en su sitio, los actores figuraban al límite de la verosimilitud los acusados comportamientos que en la vida cotidiana del común de los mortales se producen, como guía y esperpento, como muestra y juicio discrecional de magistrados y tribunales sobrevenidos. La vida, contemplada en la parodia del cercado ferial nada tiene de santa ni de informal de origen a resolución, ni del todo es sinsabor, deudas, zarabanda, estrépito, pena o algazara; ni risa, facultad divina, ni llanto, desahogo sentimental. Pero risa y llanto alternaban en el circuito cerrado de la intimidad, por aquello de atraer con motivo evidente a los espíritus benefactores y al picante, en esencia consuelo, que sazona el mediocre discurrir de un abrumador número de existencias. Impuesta la risa al llanto incluso en la apoteosis de la amargura.
Visto el mundo en su grotesca realidad, que son los aspectos irreductibles que molestan, incordian y hieren, que atan, afrentan y conducen de mal en peor, de tibio a quemazón o escozor frío. Entramado de imposible desistimiento, acumulativo y bullidor, tormenta porfiada, bravo huracán, reprimenda, azote, al que la risa confiada, la risa amarga, la risa de gorjeo, el cantar de gesta risueño pone coto, que ya es mérito; pone en cintura, lo que es digno de reseña, para embridar los sofocos de las criaturas antes o después vencidas por el inefable discurso del ancestral proceder.
Puesto en escena con acostumbrado libreto y música de percusión y viento por el elenco de los muertos en vida, que guardan en sus cuencas vacías la mirada de siempre, un tanto acerada y un mucho displicente, y en el gesto pasivo el músculo yerto, la conclusión de la obra.