El autorretrato intercambiable.
Es arte, se dijo Felio. Sin duda para él y medio mundo lo era. Interpretaciones aparte, que las hay para todos los gustos, como los colores y los paisajes, como las costumbres y los deleites, también aparte los intereses de los marchantes, las galerías, los museos y el conclave de tratantes de obras que por razones escapadas al juicio crítico, experto y objetivo, deciden premiar con el título máximo aquello que por vanguardia, dicen, explican a su modo, justifican, o que por revelación, aducen, condicionando las apreciaciones y las ventas, merece la categoría, el reconocimiento y el precio; rentable la operación estética, mucho, e indiscutible ya en el circuito comercial de trajines, cesiones y subastas.
Se dijo Felio que era arte lo que despertaba esa sensación a un profano, y a primera vista, a pronto oído, al agrado del olfato, a la complacencia del gusto, a la delicia del tacto. A él no le cabía duda, pero quién era él para emitir un veredicto de tal repercusión. Un espectador.
Era un miembro del público dentro del aura mágica del arte verdadero y real, superada sin dificultad la traba de la envidia, puede que lejano resentimiento, por no ser capaz de algo tan deplorable, aunque a veces magnífico, como la imitación ni, en absoluto, la originalidad virtuosa. Ni lo uno ni lo otro le adornaban la práctica, al cabo un asunto menor al paso congraciado de la sinceridad con los años: lo que natura no da, Salamanca no presta; con la edad, ya cumplidos bastantes momentos en la amplia extensión del concepto, se entrevé en el alma una perspectiva individualizada de lo bello, la hermosura del equilibrio, de la proporción, de la armonía, del significado inmediato; arquitectura, cincel, lienzo, instrumento, hoja, tela, cámara, artesanía.
Y palabras, solemnes, nobles y majestuosas frases.
El arte traía a las voces de Felio, la pensada y la expresada, un vocabulario específico, pleno de sentido equivalente a la atracción disfrutada, vehículo de comunicación tradicional, inextinguible a pesar de los intentos diseminados por los hacedores de tecnología para el intercambio abreviado de pareceres, mezcla precipitada de imágenes y sonidos con un éxito de adjudicación apabullante. El arte que a Felio parecía arte retrataba a cada artista con la impronta devuelta por el espectador a su obra, porque, se dijo Felio, cada artista proclamado por los anónimos recoge y matiza en el modelo lo que de él estima y lo de en ellos, los modelos y los espectadores anónimos —un público heterogéneo con la sensibilidad a flor de piel, como el pionero en un territorio virgen que fascina y llama a la par—, intuye, deduce activará y va a sacar a la superficie entre admiraciones y reflexiones grabadas en el rostro.
La pasión por el descubrimiento.
El hechizo del descubrimiento.
No hace falta insistir en las valoraciones, cada cual se ve a sí mismo proyectado en los demás, reverberando con sincronía. Esta vanidad, en opinión de Felio disculpable, igual que la del artista que no ha negociado previamente con logreros, es una conquista ora de sangre ora de sudor, a veces de genio. Un trofeo ganado a pulso; al fin y al cabo, una recompensa para el espíritu.