Suena la ópera Los cuentos de Hoffmann de Jacques Offenbach
En un café de un barrio de artistas, en una ciudad bohemia, en un reino de fantasía, un hombre de buen aspecto, de cuidado atavío, con el modo elegante de los señores, hablaba a una reducida audiencia sentada a la misma mesa de una cierta persona atrapada en un episodio competencia de la memoria. Porque quien bien recuerda bien cuenta, aunque quizá, ese hombre, no debiera ni lo uno ni lo otro; y que el tiempo decida.
En el añoso café menudeaban conversaciones de variada temática y dispersa atención, según el énfasis puesto en el relato por la voz autorizada o la intriga extraída de la trama, con su adecuada dosis de pausa y refrendo social. Hasta que a veces, pocas pero notorias veces, una de las conversaciones se encaramaba por encima del resto; caso de la citada.
Al hombre de inspirada presencia, de mirada sagaz, ajeno al fluir cotidiano de los parroquianos, es decir, una novedad que reclama su sitio en la habitual tertulia de la jornada en declive, le tironeaba la lengua y le acompañaba el gesto, un gesto, eso sí, medido a la trascendencia de su oratoria.
La cierta persona a la que se atribuía la historia era una mujer, aún más, era una dama, y era, como se supo al cabo, un consuelo. Esa significación provocó en el público una oleada de simpatía; ya había demasiado negocio en el mundo, entre egoísmos y envidias, demasiada vanidad y un exceso de avaricias, de ahí que el asunto de una heroína sosteniendo la dignidad de un necesitado cayera del cielo y en la tierra fuera regado y brotara espléndido de frase en frase. Tal manifestación de amor —¿cómo llamar a un acto de tamaña generosidad si no por su nombre de obra?— regalaba a los oídos un paisaje candoroso de armonía y esperanza. Ahora yo, amor. El necesitado y su báculo de carne, hueso, sentido y sentimiento, cantaba su desdicha antes de expresar su fortuna, al brazo asida, con gusto vestida y con honor recibida por las cabezas asomadas al paso de la pareja. Iba él satisfecho en sus andares, pudiera ser que incluso feliz, guiado por ella, la mujer del apoyo concertado sin cláusulas añadidas: es por amor, única y exclusivamente se hace por amor, que es el mejor premio para el que no busca recompensa de quita y pon; así reza la leyenda grabada en la imagen. Estaba claro que ella se había entregado a una causa noble, y parecía que el atacado por el infortunio libraba una batalla contra la adversidad con visos de poder salir del trance gracias a la gentil ayuda. Una ayuda pensada para agradecer una entrega pasada, de la que nadie salvo ellos se acuerda, que también se llamó amor. El desdichado lo era menos con la dádiva, puede que ya no sintiera fatiga ni pesar al lado de una suerte ganada en justa lid. Ella, la mujer en segundo plano, esa dama que concitaba respeto y admiración al hilo de su templanza, en sus facciones reflejaba la alegría de vivir dos vidas, la propia, tiempo ha consumida, y la rescatada de un destino aciago. Vida por vida, una transmutación de ciclo perenne.
Extrañado el auditorio, confundido, había demasiado misterio sin escenario concreto en una historia de amor a medias concluida.
Del suceso al que debía achacarse la consecuencia no hubo noticia por parte del narrador, lo que sabía, según dijo, fue lo allí expuesto con palabras traídas a propósito, reacio a especular. Y pese a no referir aquel hombre de recobrada figura, alumbrada de amanecer, siquiera un atisbo del origen, los congregados a la escucha asintieron, como atraídos por la moraleja del amor, era amor, una muestra indeleble de amor. Por eso, cuando apareció ella, la dama del anhelo, todos a una levantaron sus cuerpos y descubrieron sus cabezas, apartaron los asombros y reconocieron en la presencia, algo desvalida, un tanto difusa, portadora de crepúsculo, la secuencia de un amor permutado.
Ahora yo, amor.