Cuanto más alto mejor, cuanto más lejos mejor. Vete, mira, sube, mira, baja, mira, sigue, busca, mira y mira. Más lejos, más alto.
Es la canción de cuna a sepultura que los oídos inunda y al instinto empapa, con un estribillo pegadizo, de cualidad didáctica, de carácter superviviente. La primera vez sonó en el albor de la vida incipiente, tras un bostezo y un parpadeo, la lengua extraña, confortadora también, la nariz vibrátil; era la vida donada, la vida de la que había que aprender todo y rápido, de la que debía protegerse antes y después y a la que debía cumplimentar como individuo en plenitud de facultades; la segunda vez sonó a mayor volumen, coincidiendo con el intento de ponerse en pie, de sostenerse erguido y diligente sobre los flexibles y ágiles asideros, la canción se introdujo en su memoria con el natural propósito de quedarse y reproducirse; la tercera y demás veces, hasta un número alto y lejano, sonó aquella canción de atávica música y letra con la curiosidad expandida alrededor y los varios sentidos que son regalo de la naturaleza a un rendimiento óptimo, de los que avisan y salvan en la fracción de tiempo que dista entre el acierto y el error; un acierto salvador y un error fatal.
Más lejos, más alto; suena el estribillo, que a la postre es la parte de la canción cuyo mensaje resume.
Así la vida pasa porque puede ser, y cuenta días y atesora experiencia para ir sumando en el incesante viaje de aquí para allá.
Íbice alado, siglo V a.C. Museo del Louvre, París.
Más lejos, más alto; encaramado al mundo desde un despejado balcón trazado de pináculo, casi todo lo conocido abajo, y algo por descubrir a los lados; y arriba, en un próximo salto aún con el paso ágil y firme.
Más lejos, más alto. Mira y mira.