Faramalla en el pesebre.
El lucrativo negocio de los conceptos discurre placido y recurrente como un gran río de aguas dispersas atravesando de principio a fin, vagabundo, liberado de sujeción, una vasta planicie de un inmenso territorio salpicado de canales y ciénagas.
Cualquier intento por encauzar la ramificada extensión de entradas y salidas es en vano, lo saben hasta los cantos rodados.
—Entonces, aquí como en todas partes cuecen habas —dijo Felio al aire, con una de esas piedras romas en la mano, sopesándola, buscando en su dibujo de amalgama un signo esclarecedor.
—No somos distintos de donde usted viene. Aquí pasan las mismas cosas en las esferas y se viven con exacto procedimiento en los ámbitos.
Y las aguas lodosas huelen a podrido como en todos los lugares donde proliferan, con aparato, escenificación y ruido, las bocas llenas de palabras vacías; donde las voces principales del grupo dirigente: uno para todos, todos con uno, cuya peculiaridad sólo radica en el aspecto, hablan de regeneración y callan las maniobras contrarias.
Este mundo de novedad cacareada inmerso en el estrépito de las campañas promocionales, en el que ningún sufrido tributario ve crecer los beneficios, es igual en sus cimientos al viejo mundo de arbitraria reglamentación edificado en la miasma pantanosa que antes o después desprende su olor y su color empañando por completo el paisaje.
Guiado por su curiosidad más que por la esperanza, Felio había seguido la trayectoria del río desde su burbujeante vomitorio —el origen subterráneo está vetado al ojo investigador—, prometeico en sus afanes, a este momento de juego fluvial ya en la madurez del discurso —aviejado a marchas dobles como todo aquello que ya ha sido antes— en el que va perdiéndose por el sumidero de la mentira y el fracaso, sin alma ni esencia, entre farfolla y barahúnda.
“No me imites; simplemente haz lo que digo y no lo que hago: tú no eres yo ni como yo.”
—Me suena.
Felio acudió a su cita con la docencia en la dehesa. Semejantes a pinceladas de acuarela bucólica, los senadores y los jurisconsultos paseaban sus personales y muy acreditadas tendencias, procurando aunar criterios, por las intemperies de sombra y de sol, crédulos del poder regeneracionista ante la voraz penetración en terreno abonado del mecanicismo materialista ideologizado en las vertientes de pensamiento y ejecución, por aquello astutamente concebido de abarcar lo posible y lo probable a un tiempo y sin espacio a la réplica y aún menos al tornaviaje.
“Llegados por invocación, venidos para quedarse.”
Los sesudos debates a la contra de la inercia en el crepúsculo raído por las corrientes despertaban fulgores de permuta tonal, de innegable atractivo para el observador de los fenómenos ocasionales. Había que regenerar la regeneración traída por los regeneracionistas.
En este punto álgido de lo bien sabido, Felio soltó un prefijo:
—Neoregeneracionistas. —Acompañado de su complementario en la renovación de la vida política y social—: Neoregeneración.
A Felio le molestaba que una idea de patrimonio español, motivada por el impulso de combatir en cuerpo y alma la decadencia.
Siguió la dialéctica su curso, presidiendo el tránsito de la noche al día. Ya de alborada, fatigado el tesón de los espíritus con la ardua tarea de remodelar con forma y gusto aquello degenerado, se alcanzó la conclusión de que la vuelta a la moral y al orden solucionaría el caos y las equívocas licencias.
—¡Vaya novedad!
—Pues sí, aunque parezca mentira, este retorno a las vísperas insufla el ánimo y devuelve las ilusiones perdidas.
Un retorno, cabe decir, consecuencia de otro anterior y así sucesivamente; porque la causa siempre precede al efecto y éste sin aquélla es una conjetura, un divertimento de teóricos ensayistas.
Muchas impaciencias justificadas apremiaban por doquier se escuchase el abandono del burladero y la salida al ruedo de los insignes.