Valerse por sí mismo es una gran aspiración.
Todo lo que uno pueda hacer por sí mismo es tiempo ganado para la consecución de un propósito. De la misma manera que el principio de autoridad conlleva una sanción, la inmediatez en las acciones depende del actor y su capacidad para resolver el problema, o lo que fuere.
La paciencia es un don; ser paciente, una virtud; esperar el momento, una maniobra inteligente. Obrar con independencia de terceros, cuando ello es posible, obtiene para el ego —un ego que no tiene porque ser iracundo, excesivo, malévolamente discriminador— la recompensa de la tarea consumada de principio a fin, de la idea a la ejecución pasando por el desarrollo y sus desatinos intelectuales o manuales.
Valerse por sí mismo es una gran aspiración, de tanto en cuando lograda, si no al completo por lo menos en parte, una parte jugosa, satisfactoria, que ayude a desvincularse de la mediación y los agentes intermediarios. Algo que no supone, ni debe pretenderse viviendo en sociedad, la eliminación en el dietario del trato ajeno, la relación con los demás miembros de un grupo humano, vecinal, gremial, de intereses ociosos, de intereses sectarios, de intereses ceñidos a la estricta supervivencia, de intereses parasitarios, de intereses arribistas, de cualquier interés por encima de la rentabilidad negativa; puesto que viviendo en sociedad, configuradas de antiguo las interrelaciones y desde siempre los condicionantes, vía especie, vía carencias, vía esas y otras carencias, las dependencias también son delegadas, compartidas, y no sólo exclusivas.
Respeto a las formas, a los procedimientos y, especialmente, porque lo demanda el sujeto activo, a la iniciativa personal. El respeto es la fuente de la convivencia, el cauce por donde, mansas y briosas, discurren las aguas del comportamiento cívico, la senda de mejor tránsito para la responsabilidad de quien toma decisiones, cumple obligaciones y acredita derechos.
Asentimiento a los papeles, también llamados roles y, asimismo, funciones, desempeñadas por los ceremoniales del trato humano —hacia los semejantes igual que hacia los seres dependientes, domesticados, y autónomos de vida salvaje—, con estilo cortés y esencia colaboradora; unos papeles, roles o funciones, en lo que las jerarquías están presentes y en activo al lado de los méritos y los cargos de estamentos y administraciones.
Si el igualitarismo alienante no se impone, sometiendo cual sucede todo lo que toca y pisa, y no usurpa conceptual ni prácticamente la igualdad debida entre los integrantes del conjunto y por ellos aspirada, cabe un orden de beneficios sociales en cordón, batería y cadena, en línea de concierto, exigible y natural, con los beneficios particulares que en buena armonía suman hasta alcanzar la superficie total del escenario compartido. El sentido de la pertenencia a un conjunto ordenado y estable de individuos da inicio en la subjetividad impulsora de la agregación; sin la idea base, la decisión personal, el acuerdo está viciado desde el origen y nunca podrá esgrimirse por una autoridad ilegítima como medio de regulación y acatamiento del individuo en una sociedad que lo absorbe y, al cabo, anula y de la que no puede escapar sino muerto.