La dualidad de la imperfección.
Aunque el saber no ocupa lugar y conviene siempre dedicarse a cultivarlo, con propósito de aplicación en todos los ámbitos posibles, hay momentos en la vida cotidiana —que hablar de la otra, la genérica, la que discurre a diferentes velocidades y con distintos vehículos entre las estaciones de origen y término, es cosa de honduras llegada la ocasión propicia— que inducen a tomar plena conciencia de los actos y de los hechos, que no es lo mismo citar a éstos que aquéllos, con protagonistas de auténtica enjundia.
Y nadie mejor que un hombre sabio, un séneca al alcance de los sentidos encomendados al aprendizaje, para sentar cátedra con sus atinos y para evaluar al aspirante que pone en cuestión la escuela de la vejez como fuente máxima de sabiduría; pues un hombre, como el diablo, puede ser viejo, un sene, pero no por tal causa, propia de la naturaleza consumida por el mero e irreprimible paso del tiempo, es un sabio, como el diablo, que en su haber cuenta con factores vetados a los humanos desde el primer capítulo del génesis.
De un tal maestro tuvo noticia Felio en una de sus excursiones por el mundo en torno, y a él fue a presentarse en el lugar del paso franco para departir de lo que terciara en una conversación que ni empieza ni acaba según entiende el protocolo, y que extendida cual paisaje, desborda los cuatro horizontes y las luces del cielo si los deponentes gustan.
Y suelen gustar, incluso recrearse y hasta convencerse de obrar no sólo en consecuencia, lo que resulta obvio, sino también, petulancias, vanidades y pruritos aparte, en provecho de las circunstancias y de los circunstantes.
El tema cobró pronto auge, ya que en seguida y por acuerdo expreso dio con el hueco por el que colar un juicio con sus elementos al completo: fiscal, acusación particular, defensor y magistrado; con la salvedad que al hacer imperfecto, el demandado y el demandante a la par en el proceso, no lo juzgaba un tribunal de piadosos ni impíos, ni el veredicto iba más allá de la apreciación subjetiva de los efectos.
Porque el asunto, bien mirado, es de mucha envergadura; qué duda cabe.
Felio expuso que aun sin pretenderla, las acciones deben encaminarse a la perfección; los seres imperfectos jamás consiguen la perfección pero si pueden, como obligación impuesta, aspirar a ella. Y con declaración solemne, amparada por testigos, renunciar a la actividad imperfecta como justificante de la condición humana.
Lo bien hecho, bien parece, y se acerca a la perfección en grado de posibilidad humana. Nada es absolutamente perfecto viniendo de la mano y cabeza de un ser imperfecto, es una apreciación subjetiva, individual, colectiva o colegiada, la que otorga el marchamo y el privilegio que después negocia con viento a favor.
Algo, de carácter intelectual, de significado material, se califica de pasable si ha quedado a medio hacer —hecho a medias— o se ha excedido el autor en la realización —igualmente defectuoso, pero así mismo funcional. En ambos casos, habitual el primero, gracias a la imperfección tolerada de la componenda a gran escala, de toda índole, clase e interés, subsisten los apañadores —con título, carné y referencias— y vastos aledaños de economía emergente donde impera una solidaridad de presupuesto público y sarcasmo: “Si lo hago bien me quedo yo desocupado y dejo sin trabajo a los compañeros de la competencia”.
La imperfección es una empleadora de rompe y rasga.