Recordemos aquello que fue y por qué sucedió. Esta entrega da inicio a una serie que divulga los principales acontecimientos en el seno del Frente Popular, incluida la guerra intestina entre las distintas facciones que lo integraron, ocurridos en febrero y marzo de 1939; con el preámbulo del plan concebido por y desde la URSS para someter España a los designios de Stalin.
La estrategia comunista
Los dirigentes principales del PCE desde su configuración política durante la II República y la Guerra Civil fueron José Díaz y Dolores Ibárruri, alias La Pasionaria, ambos intérpretes y ejecutores de absoluta obediencia a la estrategia y financiación del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) cuyo rector era Stalin. El PCE estaba integrado en la Internacional Comunista (Comintern) o Tercera Internacional, para diferenciarse de la II Internacional de carácter socialdemócrata. La Internacional Comunista era el mayor aparato subversivo de la historia y respondía única y exclusivamente al dictado de Moscú.
La dirección de la Internacional Comunista nombraba en todo o en gran medida los comités ejecutivos de los distintos partidos locales (entiéndase tal localización como Estados), y además colocaba en ellos a una serie de agentes que asesoraban vigilando la aplicación de los deseos de la dirección central en Moscú, capital de la patria soviética y de la revolución socialista que habría de superar las fronteras e imponerse en el mundo entero. Por lo que España, en vista del momento sociopolítico y su privilegiada ubicación geográfica, representaba un campo experimental de primera magnitud e innegablemente codiciado.
El plenipotenciario de Stalin (por así describirlo) en España los primeros compases de la implantación y absorción de otras fuerzas políticas y sociales fue el argentino Victorio Codovilla, al que heredaron en su tarea el italiano Palmiro Togliatti y el búlgaro Stepanof.
En marzo de 1932, la Internacional Comunista determinó los nuevos dirigentes para el PCE, siendo los actores más destacados los ya citados Díaz e Ibárruri, junto a Pedro Checa, Vicente Uribe y Jesús Hernández. Este grupo dirigente del aún débil PCE, conminado al activismo frenético, participó en la revolución de Asturias en octubre de 1934 patrocinada por el PSOE, aunque en un papel secundario. La lección que extrajeron los comunistas del episodio es que debían asumir la plena responsabilidad del movimiento revolucionario y crear con urgencia una fuerte organización sociopolítica proletaria y revolucionaria para garantizar el éxito.
Transcurrido un año del intento revolucionario, inicio de la guerra civil, a finales de 1935 el PCE adquiere preponderancia en la política española y en las calles con presencia y medios de comunicación. El VII Congreso de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú en julio del citado año, había ideado la estrategia a futuro inmediato, tomando como referencia el horizonte bélico que se dibujaba en Europa y la necesidad de imponerse a los nacionalismos emergentes, en especial al nacionalsocialismo alemán, que suponía una amenaza tan cercana como real para los intereses soviéticos. El objetivo era doble para Stalin: reforzar su poder personal y alcanzar acuerdos con fuerzas burguesas de izquierda y organizaciones socialistas para la creación de gobiernos de Frente Popular (que los comunistas llamaban en principio Bloque Popular); lo consiguió en Francia y España. Ese Congreso comunista nombró a José Díaz vocal de la comisión ejecutiva de la Internacional y a Francisco Largo Caballero, del PSOE, hasta entonces enemigo, se le concedió el “título honorífico y adulador del Lenin español“. En consecuencia, los comunistas lograban escindir a los socialistas provocando disensiones internas de calado, por las que se filtraba el propósito comunista de crear un partido único, absorbiendo a los socialistas, de estilo y práctica bolchevique. La difusión de las bondades del comunismo soviético era constante, calificando en los discursos y proclamas a la URSS como “la atalaya luminosa que nos alumbra el camino”, señalando que en la URSS “hay un pueblo orgulloso, un pueblo libre que no sufre ni explotación ni hambre, que se ha libertado por completo y que marcha a la cabeza de las muchedumbres de trabajadores del mundo entero”, reclamando con pasión revolucionaria que unidos en un solo partido llame a la URSS hermana y le afirme que está “en el concierto de los países soviéticos del mundo”.
La absorción de los socialistas del PSOE por los comunistas del PCE, encubierta por el epígrafe engañoso de la política de unidad, se dio en la vertiente sindical, integrando la pequeña comunista CGTU en la grande socialista UGT para desde el interior ejercitar poderosamente su influencia, y en la vertiente de partidos políticos a partir de las organizaciones juveniles de ambos, fusionándose en abril de 1936 bajo directrices y mando comunistas.
Pero como la consolidación de un partido proletario, marxista estalinista, único era insuficiente para tomar el poder absoluto en España, el siguiente paso fue el de vincular las fuerzas marxistas a las burguesas de izquierda, añadiendo candidaturas y votos comunistas al pacto original entre Azaña y Prieto que relegaba un tanto, o mucho, a Largo Caballero, y la ulterior adhesión de los anarquistas de la FAI-CNT. La amalgama representa el surgimiento del Frente Popular (Bloque Popular en terminología comunista, para no despertar miedos antes de la eclosión) y daba inicio al camino previsto por Stalin para adueñarse del Gobierno y los resortes de control en España.
El programa de acción del Frente Popular manejado desde Moscú lo expuso José Díaz con pinceladas agresivas, rápidas e indudables: “Queremos en ejército del pueblo; queremos que Cataluña, Euzkadi y Galicia puedan disponer libremente de sus destinos, si quieren liberarse del yugo del imperialismo español tendrán nuestra ayuda”.
Manuel Azaña e Indalecio Prieto, al igual que los comunistas, deseaban que el pacto electoral continuase en uno estable de legislatura, porque la aspiración común era la de relegar de tal manera a la derecha que no pasara de la impotencia y el acatamiento. Pero para el PCE, la realización del pacto suponía la liquidación de la derecha.
Las elecciones de 1936, amañadas en favor del Frente Popular, otorgaron 17 escaños al PCE y la vicepresidencia de las Cortes a La Pasionaria. Con este éxito en cartel, José Díaz declaraba el 27 de febrero del citado año: “Bajo la presión de las masas el Gobierno empieza a marchar. Pero el Gobierno actual tiene un empacho de legalismo que le impide marchar al ritmo que exigen los acontecimientos. ¿Hay algo que pueda ser más legal que la voluntad del pueblo?” La presión de las masas significaba la ley de la calle, marginando el parlamentarismo y la Constitución, también del agrado de Largo Caballero. Concluía Díaz su manifiesto revolucionario: “Apoyaremos lealmente val Gobierno si éste realiza el programa del Bloque Popular, pero lo combatiremos si no lo realiza. Y el Partido Comunista, partido dirigente de la revolución, no se detendrá ahí”. En definitiva, para los comunistas la victoria era cosa de ellos, el gobierno les correspondía y el futuro sólo pasaba por sus manos e ideas; no eran meras palabras para enardecer a una masa concreta. La política revolucionaria de los comunistas perseguía infiltrar elementos adictos en los órganos e instituciones del Estado a la par que creaba un ejército de milicianos que pronto desfilaban atemorizando. Una sola milicia, exigía Díaz; nada de socialistas por un lado, anarquistas por otro y comunistas en tercera escala: “Deben ser una sola Milicia, con miles y miles de jóvenes con camisas de un solo color para que tengamos el embrión del Ejército del pueblo”.
El 15 de abril, en Las Cortes, José Díaz amenazó de muerte a José María Gil Robles, líder de la CEDA.
El 5 de julio llegaba públicamente esta advertencia de José Díaz: “El Gobierno, al que estamos apoyando lealmente en la medida en que cumple el pacto del Bloque Popular, comienza a perder la confianza de los trabajadores. Y yo digo al Gobierno republicano de izquierda que si sigue por ese camino, nosotros obraremos, no rompiendo el Bloque Popular, sino fortaleciéndolo y empujando hacia la solución de un gobierno de tipo popular revolucionario que imponga las cosas que este Gobierno no ha comprendido o no ha querido comprender”.
Dentro y fuera del Congreso, la alianza de los bolcheviques, PSOE de Largo Caballero y PCE de Stalin, con la anuencia entre resignada y fervorosa del resto de formaciones políticas del Frente Popular, expandían el ambiente bélico y el germen de la violencia contra quienes se oponían.
Paso y repaso de la frontera
El ayudante del general José Miaja, capitán Antonio López Fernández, viajó a Toulouse para hablar con los allí presentes Juan Negrín, presidente del Gobierno de la República del Frente Popular, y Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor Central del Ejército, máxima autoridad militar de dicha República, instalados en el consulado español de esta ciudad francesa el 9 de febrero de 1939, horas antes de la llegada a la frontera de las tropas nacionales el día 10, cumplimentadas por las del general francés Fagalde, jefe de la división de Montpellier. López Fernández, en nombre del general Miaja, dijo a ambos que “no había ninguna posibilidad de resistir” en lo que les quedaba de zona; la única opción que les dio era la de “confiar al general Miaja la rendición, sacando de ella el mayor provecho posible” (Antonio López Fernández: El general Miaja, defensor de Madrid).
No quedaban esperanzas de victoria ni siquiera en aquellos que, por diversas razones, esencialmente vinculadas al beneficio propio, mantenían un aliento de guerra en la hastiada población civil y combatiente a la fuerza. Tiempo atrás, fueron muchos los que, en cualquier ámbito, ingresaron en las filas comunistas, Profesando una fe marxista o soviética o estalinista de conveniencia, aunque no faltaron los entregados a esa ideología con entusiasmo; los que entonces lucían su carné del PC, o incluso los simpatizantes, declaraban que gracias a los comunistas la guerra se ganaría y el mundo, la sociedad, la vida, serían distintamente hermosas. Las circunstancias que provocaban esas simpatías, más o menos artificiosas, más o menos de conveniencia, más o menos fidedignas, habían trocado en directamente en odio al comunismo y a sus dirigentes.
El italiano integrante de las Brigadas Internacionales Pietro Nenni, político socialista, escribió (en su libro La guerre de d’Espagne): “Los republicanos burgueses y ciertos intelectuales, hasta ahora llenos de admiración excesiva por los comunistas, descubrieron de golpe que España estaba manejada por el comunismo, y que los gobernantes se encontraban bajo la tutela de Moscú”. Meses antes, ya en la primavera de 1938, José Giral (del partido azañista Izquierda Republicana), que fuera presidente del Gobierno los primeros días de la guerra y responsable en última instancia de entregar las armas a sectores que pretendían, y consiguieron, adueñarse de la vida cotidiana en la zona republicana con sangre, terror y fuego, confesó al socialista Julián Zugazagoitia (Guerra y vicisitudes de los españoles) que “el espíritu de Madrid había cambiado mucho, al punto de que se hacía necesario frenar a las gentes para que no rompiesen descaradamente toda relación con los comunistas y los declarasen enemigos de la República”. También a Zugazagoitia, con antelación al año 39, había confesado Julián Besteiro (dirigente socialista moderado opuesto a los comunistas y a la absorción del PSOE por ellos) que “la caída de Largo Caballero había sido el cumplimiento de una orden dada en Moscú en la que colaboró Indalecio Prieto”, y veía en el sucesor de Largo, Juan Negrín, “un comunista solapado, fiel servidor de las instrucciones de Rusia”. Añade Zugazagoitia que “difícilmente se encuentra una persona que no se represente al jefe del gobierno como un instrumento dócil del partido comunista”.
Negrín y los comunistas que lo utilizaban (dejándose él sostener en contra del resto de voluntades en el agónico Frente Popular), deseaban continuar la guerra y tenían decidido regresar a España, como así obraron por vía aérea el día 10 de febrero el citado, su ministro de Asuntos Exteriores, Julio Álvarez del Vayo, y el jefe del SIM (Servicio de Información Militar), Santiago Garcés, aterrizando en Alicante y desde allí viajaron a Valencia para entrevistarse con el general Miaja en su residencia oficial, luego con el general Manuel Matallana en su cuartel general (ambos los más altos cargos militares responsables del Grupo de Ejércitos Centro-Sur) y con las autoridades valencianas, en un ambiente tenso, frío y pesimista. Negrín resume así el encuentro el 31 de marzo ante la Diputación permanente de las Cortes reunida en París: “La llegada del jefe del Gobierno allí produjo un gran desconcierto y hasta un gran descontento, como si significara estropear alguna cosa que había convenida”. Tal cosa, en efecto existente, era lo que proclamaba el coronel Segismundo Casado: “La autoridad legal era la autoridad militar”. Escribe el socialista Indalecio Prieto (Convulsiones de España, tomo II) respecto a la voluntad de los comunistas y Negrín de continuar la guerra: “Solamente unos hombres cegados por la vanidad y la soberbia podían ignorar que todo les era hostil en España, cuando regresaron a la zona Centro-Sur, todo menos el plantel de comunistas que seguían manejando a Negrín, enajenándose las simpatías de los socialistas y lanzándose contra todos los demás ciudadanos españoles”.
Era tarde para cuantos, la inmensa mayoría, estaban arrepentidos de haber caído en la trampa soviética. Creyeron al principio que les iría bien de la mano de los comunistas, pudiendo salvar así sus negocios, sus tierras, sus vidas; pero enseguida sintieron la esclavitud que les oprimía, la miseria y la muerte, y eso no lo perdonaban.
Juan Negrín se empeñaba en continuar la guerra sin atender a la evidencia. Pero es que su realidad se circunscribía al pacto con los agentes de Stalin de abolir el sistema parlamentario, muerto hacía años, para sustituirlo en cuanto estallara la guerra europea por una dictadura comunista de partido único, reflejo de la URSS y sus ya satélites. El coronel Segismundo Casado (que encabezará en marzo del 39 el golpe cívico-militar en Madrid contra el gobierno de Negrín apoyado única y férreamente por los comunistas) explica la orden de prolongar una guerra perdida con la frase “Negrín mantuvo la consigna de resistir por su miedo pavoroso a contrariar los deseos de la Unión Soviética. Y es que el gobierno Negrín era simplemente una dictadura al servicio de una potencia extranjera”. El anarquista García Pradas expone su idea de que la pretensión de Negrín y los comunistas de continuar la guerra obedece al deseo por “apoderarse de los medios de evacuación, asesinar y desprestigiar a los rivales políticos, y pasar por no haber sido los únicos que no arriaron la bandera de la resistencia”. Negrín carece de aliados en el antaño Frente Popular, salvo los comunistas de Stalin, y de ellos depende por completo. Recuerda el doctor Bastos Ansart que Negrín le visitó, solo, en su hospital próximo a la alicantina localidad de Villajoyosa (Negrín tenía su residencia en Elda, la llamada Posición Yuste) para solicitar su intercesión “para recuperar su cátedra en la universidad cuando ganasen los de Franco” (citado por Vicente Rojo en ¡Alerta los pueblos!).
Fuentes
Ricardo de la Cierva y Hoces, La victoria y el caos. Ed. Fénix
José Manuel Martínez Bande, La lucha por la victoria. Vol. II. Monografías de la Guerra de España n.º 18. Servicio Histórico Militar. El final de la Guerra Civil. Monografías de la Guerra de España n.º 17. Servicio Histórico Militar.
Luis Suárez Fernández, Franco. Crónica de un tiempo. Tomo. I. Ed. Actas
Pío Moa Rodríguez, Los mitos de la guerra civil. Ed. La esfera de los libros.
César Vidal Manzanares, La guerra que ganó Franco. Ed. Planeta.