El límite de la paciencia, así como el de la comprensión y la tolerancia, en suma, del aguante depende de cada cual, por naturaleza, y de los intereses que acoja el sentido de la responsabilidad y el espíritu cívico que anima a la persona con sus facultades en orden y su reconocida capacitación activa. De lo que se infiere que, incluso en las mangas de anchura colosal, aparece una barrera fronteriza que marca la diferencia entre el soportar momentáneo, ocasional, y la carga a modo de penitencia por no se sabe qué antiguo pecado herencia endosada sin previo consentimiento por los legatarios infractores.
Un día y otro, a todas horas no pocas veces durante una época eternizada, la paciencia y demás anejos de la buena disposición —no estúpida sino bondadosa, pía, humana a extremo de santidad—, aguantan la inverecundia con estoica asunción de obediencia debida —el alto mandato del deber—, y las salpicaduras de dislate con resignada actitud por aquella culpa que no hay manera de sacudirse, originada e irradiada en la protervia innecesariamente consentida.
Y así nos va, se escucha el lamento modulado; un susurro que más parece gorjeo, pero que con el paso del tiempo y el agotamiento de la reserva beatífica torna en gruñido, alarido y desgarro, provocando al fin la liberación de la conciencia.
Qué falta hace para poner remedio a la mala conducta y la reiteración en los desafueros de los antaño patrocinados por el ignorante y errado favor de la condescendencia.