Decir la verdad es una actividad de riesgo; y quizá peor aún que ejercitarse en la honesta tarea de contar lo que es, a propios y ajenos, resulta la complacencia tácita, no pocas veces también expresa, de la mansa grey que dispone con la suficiente fuerza del número, además de la razón y el sentimiento conmovedor, de argumento sobrado para reducir el engaño y reconducir al mentiroso.
Si por el motivo que fuere, dentro de la licitud de los procedimientos discursivos empleados para convencer de una cosa o la contraria, un orador proclama como verdad lo que la audiencia en torno declara como falso testimonio, oportunista intervención pública, salida de pata de banco por interés de corto recorrido, amén de los etcéteras que el lector decida incorporar a la retahíla de calificativos descalificantes, el mundo inmediato sostiene una pugna cerrada -y oculta y oscura y obscena- para silenciar la discrepancia y omitir del diario de sesiones la injerencia extemporánea del prófugo de la connivencia, del asaltador de la componenda, del abridor del hermetismo sectario.
Se sabe que no hay enemigo pequeño, igual que se sane, por temido, que a la rienda suelta no hay freno que la pare; y que ciertas acusaciones, otrora ignoradas por vaya usted a ver qué negocio en curso, acaban emergiendo en un siempre mal momento para los patrocinadores de la discriminación falaz, espuria y de raíz cobarde.
En fin, que mientras llega el día en que brillará por encima de cualquier luz artificial la dignidad y el recto proceder, de manifiesta ecuanimidad su aplicación, valga como asidero de esperanza el credo de la libertad, que es individual, el de la iniciativa, que es privada, y el de la memoria, que es personal; la tríada de la definición viene de lejos y ojalá que lejos vaya camino adelante.