“Yo iré con vosotros, en el mismo coche”, dijo a los dos agentes de servicio. “Voy con vosotros”.
En la fría madrugada de un día que nace olvidado, con un cadáver en el depósito medicolegal que nadie reclama.
“Voy con vosotros”, en el asiento posterior, ocupado en disquisiciones sobre la voracidad de los agujeros negros y la virtualidad de las apreciaciones comunes, instintivas. Ricardo Alcid vislumbraba un desenlace inesperado (comprende que será indeseable), producto sobrevenido por la osadía (o insumisión) de no mantenerse mudo, ciego e inactivo ante lo que no le concierne. ¿Y los otros?
Exceso de celo, agente; tiene cura.
Era una noche parca en indicios y pródiga en oscuridad. La mirada de Ricardo Alcid posaba su recelo en el sudario que tejía el pálido dibujo de un vehículo con el motor apagado y las luces de posición amortiguadas por varias capas de polvo viajero. Aminoraron la velocidad, los agentes se detuvieron para proceder a la identificación. El individuo está inmóvil, profundamente dormido (sedado, puede que estuviera muerto), presenta la fisonomía de un maniquí, parece un señuelo convocando al cortejo fúnebre de los cuerpos insepultos. Revolotea el páramo con alas de mal presagio. “Cuidado”. Escalofrío, el vello erizado, sobrecoge la intuición. La dama muerte avisa con la lucidez del instante previo: la indolente furgoneta de matrícula falseada, la pulcritud de la cuneta, una alerta codificada del doble o triple transporte, los vehículos lanzadera en zigzag, los seguimientos interrumpidos, las iniciativas cercenadas, el flujo de percepciones colisionando en la urna cineraria. La dama muerte de arriendo carga con sumo placer los bloques de hormigón que aprisionan las piernas, no sea que accidentalmente alguien evidencie la rúbrica del destino. La dama muerte entrega con acuse de recibo las invitaciones a la fiesta.
Un segundo, el instante previo responde la pregunta. Luego, el relámpago; después, el trueno, un fogonazo aterrador. Fracciones de tiempo arrancadas de la memoria. La luz cegadora del juicio implacable, el aliento abrasador, los demoledores puños de la onda expansiva, calor sofocante, garras monstruosas secuestrando las vísceras. La danza del prodigioso carnaval de los cobayas. “No cierres los ojos”. Dos peleles mordidos, miserablemente abandonados; una marioneta pendiente en la soga, las manos al cuello: aire, aire, agua. Una pregunta al vuelo: ¿Quién era el conductor de la furgoneta? El destino existe, los agentes no figuran en la relación de servicio, hay un agente herido. Cosas que suceden cuando menos lo esperas. Los peleles manteados en la bacanal de las fieras. Cosas que pasan por meter la nariz en la guarida. ¡Quién te manda! Nadie, nadie. El agente Alcid impactó contra el coche del que apenas se había separado, rebotó en el asfalto y fue a dar con los huesos y su maltrecha prevención en el renegrido arcén. “No cierres los ojos”. El bailoteo invisible de los espectros empujando los párpados escocidos: descanse, agente. “No cierres los ojos”. Se negaba a la ceguera porque no quería recalar en dominios tenebrosos. Pero su cuerpo respondía mal a la llamada de urgencia, y la garganta no emitía sino gemidos, entrecortadas demandas de auxilio; es sabido que el instinto de conservación cubre al indefenso. La suerte está echada, agente, no oponga resistencia. ¡Menuda frase de alivio! “No bajes la guardia”. Somos nosotros; tenemos buenas intenciones, agente. El instinto de conservación prevalece, el músculo agarrotado cede un tanto, qué se le va a hacer. El sudario (¿plástico, lona, arpillera?) anegaba el desafío del renuente, boqueando, extremado el rictus, sosteniendo un pulso a la anfitriona y a las deducciones al galope. Había sentido la muerte programada (un aviso, un fallo, un experimento). Hubo apremio al rodear a la víctima fuera de inventario, brazos anónimos le sacaron de la fiesta como a un pésimo bebedor que estropea la celebración, que contamina el ambiente con sobrantes y augurios. Malo, malo. Consuélate, aún respiras, échate a dormir, duerme como un niño; cuando despiertes creerás que has vuelto a nacer, al despertar te sentirás nuevo.
Un hierático sanitario velaba su inmovilidad dentro de la ambulancia. Entonces, claudicado al dolor, dudoso, embotado y afónico pero vigilante porque no iba a dormir encima de ruedas y escoltado, quiso denunciar el atentado a sus rescatadores.
A los agentes patógenos se les neutraliza, se les aísla y se les combate en secuencia preordenada. Ricardo Alcid patentiza un cuadro de disfunción, así de simple, es un indeseable, un elemento nocivo y por consiguiente inválido. Habrá que enmendar el yerro. ¿Vale la pena redimirlo? El agente Alcid, en su delirio, distingue velos tapiando todas las salidas y todas las entradas, la luz, el aire, la voz. La superficie cuarteada del pontón a ras de terreno que atraviesa unos marjales en la última parte del trayecto llaga al herido. La ambulancia atravesó un arco nebuloso cuya leyenda era imposible leer. Parada y fonda, agente. Cambio de custodia. Ricardo Alcid en el Centro de Recuperación de Elementos Funcionariales Desviados, paciente con disfunción por determinar. Pronóstico reservado. Lo queremos vivo, agente.
Una habitación, cuatro paredes, una cama; le picó en el brazo el insecto del reposo inducido. Los pacientes dormidos no suelen expresar lo que sienten o presienten o barruntan o adivinan, ni están en óptimas condiciones para resolver crucigramas, jeroglíficos, rompecabezas, atentados, enigmas.