Suenan los Nocturnos para piano y orquesta, de Manuel de Falla
Aquel paraje de siempre, más bello todavía hermoseado por la luna azul, evoca el esplendor del tiempo dedicado a soñar.
Dibujo de floresta ilustre, rumor de aguas surtidas, de fuentes aliento, el mismo que en alas de un viento suave, de un aire orgulloso de su porte, necesario para sentir y crecer, ciñe de encanto el paisaje de música.
Por la avenida de la magia, flanqueada de árbol y flor, por los tributarios paseos con luz tibia de sosiego y permanencia, y sombra de luz alta al compás del movimiento, llamas de claroscuro en baile de pavana, por el vericueto muelle, siglos de vida cantan, escriben y recitan la historia privada del ánimo candente, de la ilusión trenzada, del anhelo erigido sobre un pedestal de pasos, hojas, fragancias y murmullos, adornado de alegorías y lauros.
El calor y el frío, el contraste vivificador, regalos extremos de una dadivosa creación, tentadores e implacables en sus momentos respectivos, adhieren a la piel el tono de la estación en curso, el tacto y el grado de temperatura que habla con voz propia de los sucesos antiguos, de las ocasiones vigentes, de los tránsitos de ayer a hoy y en el recuerdo a la inversa, de aquí para allá por las veredas del mundo al alcance.
Luna grande, luna de perigeo, después del Sol gobernanta del cielo, derramada claridad la suya a propósito en la velada de concierto. Presencia cordial sobre la faz terrena la del cortejo rielando cuando de la Luna se sabe menos y más atrae su misterio; el de la música, al unísono, sonando sin percutir ni soplar ni tañer ni ludir los instrumentos de la orquesta, a la espera de los maestros intérpretes buscados por los ojos. Escruta la mirada con visión penetrante.
En breve, cadenciosos, los ojos vuelven al paisaje de ensalmo, alrededor del horizonte. Ventanales de mucha percepción miran todo lo que puede verse y sentirse sin color ni forma definidos, algo sin importancia, un aliciente más, la perfecta compañía para el desvelo lunar, para el enigma de los jardines soberbios, de la pérgola cimera, de la escalinata de rollizos, del estanque con reflejos irisados por la paleta natural. El viento, que es un aire de enjundia hábil para mecer prendas y revolar tejidos, un viento que inicia la música y sigue a la voz de muestra, trae propuestas y viaja imágenes, palabras y notas.
De la memoria surge el estribillo y del estar placentero, que a eso invita, la improvisación y un alarde de arrojo: ¡adelante!, ¡arriba!, ¡por aquí!, ¡a por lo que venga!, el día tras la noche, el deleite, el brillo de la primorosa arquitectura y el relieve de una gloria inmarcesible, cantada, escrita y grabada por una legendaria pasión, renacida a cada instante que la voluntad postula, impasible al devenir errático de los tiempos.
La aureola del héroe unge el rendido acopio de emociones por la voluntad aprendidas.