A las puertas del jardín de Adonis, la diosa de la belleza Venus murmura a una anémona de los bosques las efímeras promesas que regalará al enardecido amante. Joven, idealizada y altiva, viste de sensual transparencia y luce las joyas más vistosas que amores y amadores le han ofrendado. Venus gusta del amor y del halago. Venus tiene el apetito despierto.
Es una espera en vano la de Venus.
Este es el jardín de Libitina. Un jardín de imperecedera placidez, tenue colorido y comedidas fragancias vegetales.
Venus, contrariada por el imprevisto, acude al templo en mitad del jardín a saciar su innata curiosidad.
Antes de llegar al singular edificio, trazado de panteón, en la enmarañada sombra de un olivo longevo la atiplada voz de Libitina, también diosa, también venerada, detuvo el contoneo de la apetente bella y deseada.
—Yo soy antes que tú.
Venus asintió con levedad y caída de párpados.
—Es obvio, mujer.
—Mi nombre es antes que el tuyo entre vivos e inmortales. Yo he sido creada antes que tú, mi lugar aquí es anterior al tuyo y mi leyenda precede y anticipa la tuya.
Venus encantadora, persuasiva, candorosa, pide a Libitina que lea en el futuro.
—Lo que quiero oír, mujer.
* * * * * *
Libitina y Venus no comparten la misma sensibilidad. El relato que de Venus ha hecho Libitina es el de una cortesana.
—Dibujan mal tus palabras, mujer —protesta Venus.
—Iconografía de mobiliario y afeites, niña.
Libitina, en su aposento, avienta la Llama del Origen.
Venus postula para sanear la ponzoña en algunos capítulos de la predicción. Y, ya puestos, idea un decorado que engalane a su favor los espejos en que Velázquez, Tiziano y Tiépolo, desde las respectivas ópticas, la inmortalizaron reflejada.
—Dime, ¿quién soy yo? —reta en el concepto a Libitina.
—Nadie sin mí.
Venus alardea sus encantos. La categórica frase de la venerable Libitina no ha de incidir en el presente ni heredar el futuro.
—No te creo.
Hoy es día de fiesta.
—Tú eres una creación lúdica, eres una circunstancia divisa, la consecuencia de una plasmación simbólica: Venus pasión, Venus deseo, Venus propaganda.
Libitina, la egregia deidad que preserva a los inmortales del humano expolio, antecesora en epíteto de Venus, entiende mucho de codicias y soflamas terrenales.
Venus ensortija mechones de su luenga cabellera, suspira, murmura, elogia a la hacendosa Libitina.
—Nos parecemos tú y yo —dice. Y avanza un paso fisgador, uno más, y otro.
Libitina desciñe los velos que la ondean y las fíbulas de su túnica palmada que despide con acierto sobre las cuatro columnas recamadas de mirra, pámpano y adormidera que circunvalan la Sagrada Llama del Origen. Libitina es mujer tan inmortal y fue tan deseada como su sucesora la relamida Venus.
—Nos parecemos tú y yo —repite la joven, bella y apetecida Venus bamboleando los pronombres.
—Tú y yo somos muy diferentes, niña. Recuerda mi ascendencia y autoridad; recuerda tu pasado hortelano. Eres de fácil olvido, niña. Yo, la diosa Libitina, soy antes que tú. Yo te he concedido la inmortalidad, una figurita de terracota para alegría de arqueólogos y hornacina en el panteón a tamaño natural. Yo cuido que las flores del jardín no se marchiten con las sequías prolongadas ni se ajen por los rasguños impíos de tormentas polvorosas.
—El jardín de Venus en flor, siempre renovado con brotes y yemas. Venus la perdurable doncella que rechaza la esclavitud pasional. Gracias, muchas gracias, si es que a ti debo mi majestad.
—A mí y a mi jardín —corrige Libitina—. A mis botones. Antes que tú soy yo. Te llevo mucha ventaja en todas las vidas, en todos los mundos y en todos los artificios.
El jardín de Libitina está esmaltado de flores y frutos. En este jardín, cuando la diosa así lo dispone, sopla el viento de los delirios que trueca el culto en fiesta, la solemnidad se confunde con la emoción y el sacrificio con la liviana penitencia en el deglutir de manjares y la santificación de los placeres, vividos, imaginados o contados por riguroso turno de escalafón.
Venus quiere saber más. A Venus se le ha renovado el apetito indagador y una picazón siempre bienvenida.
—Diosa Libitina, ¿qué cobijas en el santuario?
Un cosquilleo acariciador donde conviene, apetece y gusta.
—Dime, excelsa modista: ¿Qué se excita fervorosamente en tu altar ígneo?
Es la Celebración de las Flores Encendidas, durante el tránsito de Venus a Saturno, en el jardín de Libitina, vigilado por cuatro perros de aguas que ladran las horas y los cuartos y la sucesión de platos a la mesa para los numerados asistentes.
—Dime, y no te hagas de rogar, diestra Libitina: ¿Qué frotas primorosamente? ¿Tendré alguna vez tu pericia?, dime. Concédeme esta otra inmortalidad, comparte tu sabiduría, divina maestra. Para no recaer en el olvido, para no quedar a expensas de otros poderes y otras voluntades.
Al unísono y con el ladrido bien temperado anuncian el comienzo de la fiesta las cuatro mascotas caninas de pelo blanco y negro.