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El reconocimiento implícito del fracaso (III)


El oficiante comodín.


“Es un bueno para todo”, se decía antaño al referirse una persona a otra que poseía habilidades encomiables, y envidiables, que ayudaban la realización de tareas cotidianas o que resolvían, de una manera eficaz y pronta en lo posible, esos problemas de distintos ámbitos que alcanzan, velis nolis, a cualquier hijo de vecino. “Sirve lo mismo para un barrido que para un fregado”, es otra frase que entronca la admiración con la envidia usual al definir y publicar las virtudes de una persona de mérito; claro que esta frase, tergiversada, cabe utilizarla para describir a un personaje —animal, vegetal o cosa también— que abocado al mal y sus prácticas tendenciosas produce beneficios de sicario y provoca espanto en la gente que por normal es honrada, decente y comedida; quizá en exceso esto último, pero es que va en su naturaleza que es tan contraria a la del alacrán y los criminales de oficio.
    “Es la crisis”, se escucha por doquier: la “crisis” sirve para el barrido, el fregado y el enjuague y es concepto recurrente y manido para todo lo que interesa sacudir en los hombros ajenos.
    La crisis rompe y rasga, la crisis embiste y empitona, la crisis adultera y cava, la crisis expande mentiras y cercena alas. La crisis sin fundamento crítico, sin razón de ser, sin evidencia palmaria de causas y causantes, es una subterfugio de baja estofa, el siempre a mano por el enjambre de la mediocridad. Y así nos va aquí, allá y acullá.
    Aún más: la crisis huérfana tiene hermanos, se presenta socialmente como mínimos de dos en dos crisis; y no admite preguntas y sus declaraciones son parcas, engoladas y representativamente dramáticas. De histrión o histriones a histrionismo, con repudio a la ciencia. Puesto que la ciencia, genéricamente considerada, y en particular la realista-positivista —“ista, ista”, a veces suma adeptos, a vedes los resta el sufijo cantarín—, basa su poder en lo percibido por la observación —abran ustedes bien los ojos para evitar el tropiezo en la misma piedra enorme—, la medida o el experimento —cuiden de no incorporarse como “voluntarios necios” a la práctica de ingeniería social en el laboratorio destellante y musicalizado de puertas con forma de embudo—, cree en la naturaleza y sus fuerzas y requiere ser explicada. Cuídense de los anuncios con el prefijo “pos o post”, especialmente si recibe el añadido de “verdad”, pues nada tiene de verdadero ni de certidumbre lo que convierte en “verdad” un panfleto oficializado cuyo sostén es la repetición en los múltiples canales de difusión en nómina de la mentira: esa arma revolucionaria tan inmarcesible como vigente. Cuídense de los “fenómenos inexplicables” que acaban empapando, absorbiendo y centrifugando a cándidos, que no se han enterado de por dónde ha venido el golpe, y arrastrados, que ya dentro de la corriente en la que entraron de hoz y coz nada les remonta al punto de origen ni sitúa en la orilla de la salvación.
    El movimiento es negativo, se acusa desde las instancias ocupadas por esa “primavera” que ha llegado y nadie sabe como ha sido, y se queda a perpetuidad, pero el desplazamiento es impuesto; la contradicción, créanlo, es aparente: que el movimiento sea proscrito a conveniencia de los que imponen y someten —incluso a quienes prefieren la esclavitud—, pero admitido y fomentado el desplazamiento, se explica por el fenómeno inexplicable que el portavoz reitera y refuerza ante alguna, escasa, esporádica, pregunta incómoda.
    En resumen, llegados al mundo de las apariencias, la inercia en curso es la de aceptar la ignorancia de lo que se cuece por encima de las cabezas y por debajo de los pies, concediendo a los guías la exclusividad de la apertura, cierre y trazado de los caminos.
    La mejor baza para inocular el agente patógeno es jugar la carta comodín.

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