Sensibilizada ante un suceso que ocupa y desplaza el horizonte, la persona frente a su condición humana interpreta el dolor, la renuncia y el tránsito entre situaciones con el dramatismo de una obra propia vivida de improviso y sin excusa.
Gregorio Fernández: La Piedad (1627). Iglesia de San Martín y San Benito el viejo, Valladolid.
Conmovido el espectador por la certeza de protagonizar algún día el papel que hoy se admira en su realismo y se teme en su inefable realidad, que ahora demanda presencia y mañana lo mismo con sólo una permuta de posiciones, acude a su encuentro la emoción para imprimir carácter, para depositar memoria cuando el recuerdo ya sea en vano.
Juan de Ávalos: La Piedad (1951). Basílica Pontificia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.
Una parte de cada uno con el corazón latiente viaja instintivamente, siquiera un momento, ese tiempo difícil de cuantificar porque escapa a las mediciones, de presente a futuro para mirar a la inversa a través del llanto de la propia muerte.
Miguel Ángel: La Piedad (1498-99). Basílica de San Pedro, Ciudad del Vaticano.
La tristeza por lo que contrariadamente se deja, también la alegría por lo que merecidamente se tuvo, esculpen con mano artesana y presteza de artista una imagen extraordinaria de sincera afectación oscilando, como la llama al viento, de la vida a la muerte; y, todavía, viceversa.