Recordemos aquello que fue y por qué sucedió. Esta entrega reseña el episodio de los llamados trenes de la muerte.
En los albores de la guerra, finales de julio de 1936, los dirigentes del Frente Popular en Jaén, capital y provincia, decidieron confinar en la catedral a todas aquellas personas de significación derechista, denominadas de orden, y católica, eclesiásticos y feligreses, que pudieron detener. El número ascendió a mil doscientas, procedentes de la capital y de otras localidades de la provincia; y con esta medida se pretendió erradicar, o por lo menos minimizar, el temido riesgo de contagio entre la población civil. Un riesgo que persistía de mantenerlas tan próximas a su lugar de residencia y con los hábitos de vida reconocibles para todos.
No satisfechos con el aislamiento vigilado, la medida inmediata que acabaría con el peligro “derechista” fue la de enviarlas a Madrid, concretamente a la prisión de Alcalá de Henares, transportadas en ferrocarril. Los principales ideólogos del plan de encierro y dispersión de las personas citadas fueron el Director General de Prisiones del gobierno del Frente Popular sito en Madrid, Pedro Villar, jienense de nacimiento, y el diputado, enviado especial a Jaén por dicho gobierno, Vicente Sol. Serían trasladadas en dos convoyes.
El 10 de agosto partió el primer grupo de presos; el 11 llegaba el tren a la estación de Atocha donde actuaba impunemente la checa gestionada por las Milicias Ferroviarias de CNT, dirigidas por Eulogio Villalba Corrales. Obligaron a bajar del tren a una docena de hombres a los que, por entretenimiento y causar terror, se les simuló fusilar. Un acto que tuvo su expresión cierta y criminal a continuación, sobre otros once descendidos del tren que a las afueras de la estación fueron asesinados mientras el tren seguía hasta Alcalá de Henares.
De lo que aconteció al segundo grupo de trasladados por vía férrea desde Jaén, se supo por los supervivientes de la matanza en masa que tuvo lugar en Madrid.
Alrededor de trescientas personas formaban esta segunda expedición, doscientas cincuenta sacadas de la catedral, con el obispo de la diócesis a la cabeza, y el resto de diversas zonas de la provincia jienense, bajo la custodia, afortunadamente para ellas, de una escolta de la Guardia Civil. El acompañamiento de estos guardias civiles, entre veinticinco y treinta, servía a los dirigentes frentepopulistas como excusa para, a su vez, alejarlos físicamente de la plaza y de la provincia; una acción repetida con el traslado de doscientos al Santuario de la Virgen de la Cabeza en la Sierra de Andújar.
El tren partió de Jaén a las veintitrés horas del 11 de agosto de 1936. Fue un viaje penoso en el que a las condiciones inhumanas del traslado se sumaron las agresiones e insultos de las turbas apostadas en las estaciones del trayecto hasta la capital de España. Amanecido el día 12, a la altura de Villaverde, a las puertas de Madrid, una partida de milicianos armados detuvo el tren y mandó a los guardias civiles, que en lo posible habían impedido los ataques y las vejaciones a los trasladados, siéndolo ellos también, que entregaran los pasajeros a esa autoridad miliciana. El jefe de la escolta adujo para negarse a la entrega que debía ponerse en comunicación con el ministro de la Gobernación (general Sebastián Pozas Perea) en demanda de instrucciones al respecto; la respuesta del ministro fue que la Guardia Civil obedeciera a los milicianos.
La matanza, copia de las producidas en la Unión Soviética, tuvo lugar en el acto. Sin atender a otra consideración que al deseo de asesinar cuanto antes y a cuantos más, la partida de milicianos condujo el tren hasta la estación de Santa Catalina, en Vallecas, situada en la periferia de Madrid, donde obligaron violentamente a descender a los presos, dividiéndolos en grupos en grupos de veinticinco. Cada grupo fue llevado hacia un terraplén en el que estaban emplazadas tres ametralladoras con sus servidores, que abrían fuego de inmediato. Además de los propios reclusos, que eran testigos del fusilamiento de sus familiares, amigos y compañeros de viaje, figuraban como espectadores aproximadamente dos mil individuos jaleando los asesinatos y el terror infundido a los que esperaban el turno de la muerte.
Los fusilamientos continuaron hasta que, a falta de cuarenta personas, un joven llamado Leocadio, por motivo que se desconoce, se dirigió al jefe de los milicianos para decirle que él respondía con su vida de los que aún estaban vivos. Los así salvados, aunque desposeídos de todo bien que portaran encima, testigos y cronistas de la matanza, poco gozaron de esta dádiva arbitraria, puesto que tras un breve pero intenso recorrido por la Casa del Pueblo (del PSOE) de Vallecas y algunas checas, acabaron en la cárcel Modelo de Madrid y fueron, entre dos y tres meses después, penalidades aparte durante la nueva reclusión, víctimas de las sacas criminales y pereciendo en los lugares de fusilamiento sitos en los términos municipales de Torrejón de Ardoz y Paracuellos de Jarama, ambas localidades en la provincia de Madrid.
Los asesinados en la matanza del tren de Jaén fueron enterrados en dos grandes fosas abiertas junto a las tapias del cementerio de Vallecas. Finalizada la guerra se recuperaron doscientos seis cadáveres.
Esta práctica del terror, de la que los trenes de la muerte son tan solo un ejemplo, era sistemáticamente concebida y ejecutada con el pleno conocimiento y auspicio del gobierno republicano del Frente Popular.