Los afanes de la protesta.
Maestra nacional, de vocación su escuela, doña Carmen Gimeno Ruiz evoca en el crepúsculo de su vida y a la hora que el poniente viste de incrustaciones cárdenas el cielo para que resalte el azul despedida y el naranja sueño, los días de obligación gozosa en las aulas, con los alumnos representando todas las facetas de la condición humana en los primeros estadios.
—Se ha avanzado mucho en lo que llevo de jubilación, y mucho, también, es el retroceso.
Doña Carmen la maestra nacional nunca ha tenido pelos en la lengua, dice, y a Felio no le cuesta creerla.
—Yo recibí enseñanza de docentes como usted.
Doña Carmen asiente y categoriza:
—Seguro que le ha ido bien en su vivir en el mundo que nos ocupa.
El asentimiento es mutuo.
Doña Carmen, que sabe de la valía de su gremio y que conoce la gratitud del bien nacido, trenza nostalgias en el bordado de las reivindicaciones. Y no ceja en la protesta, ya que asegura que pidiendo y dando ejemplo se consigue satisfacer las demandas y las reclamaciones, dirigidas donde corresponde cada una. Tampoco pierde comba ni carácter retroactivo al situar en el lugar preciso, sin precipitarse en el juicio o la sentencia, que más sabe el diablo por viejo, los desajustes y las improvisaciones, tan ligadas éstas con aquéllas, y la farfolla, la palabrería y el “todo se andará” cojitranco, renuente vástago del sofismo.
De su cátedra vehemente no se libra nada.
—Al testimonio se le pone cimientos o es humo arrastrado por el viento temprano. En consecuencia, al hecho del esto sucede le cabe, como anillo al dedo y guante a la mano, la reprobación del esto no debiera suceder no por asomo. Así, al menos, la conciencia descansa, aligerada de su carga, reafirmada en el civismo que se enseña y se aprende, y con el que algunos, expresado en género neutro, nacen y se desarrollan.
El civismo, la higiene, el espíritu de sacrificio y la voluntad emprendedora son hitos que jalonan la dilatada trayectoria de la maestra nacional, pródiga en liberalidades para explicar las asignaturas escolares, y anejas en la civilización en curso, a las mentes y a los cuerpos depositados en las aulas con orden y concierto para su perfeccionamiento personal y social.
—La dignidad no puede faltar en la relación entre profesores y alumnos, la dignidad del enseñador y en plano equivalente la del aprendiz. Respeto mutuo, tarea compartida y propósito de mejora constante.
Doña Carmen saborea el triunfo, siquiera parcial y entrecortado, de sus protestas, ausentes de sindicación. Su época de holganza recuerda con claridad meridiana el holgorio de los recreos y las excursiones, y las fiestas con el calendario vencido, los telones por fin de temporada y las aperturas solemnizadas con sólo el protocolo en los humildes paraninfos que cada otoño, fecha arriba o abajo, sacralizaban el arte de ilustrar con esencia y trascendencia en un mundo disconforme, de alardeos retóricos y pagados las más de las veces, en el que los problemas distan de buscar soluciones, sino lo contrario, agravarse, ampliarse y mantener el negocio; que lo lucrativo atrae y ciega.
—El último que cierre la puerta y grite tonto al de atrás. Mientras a mí me cunda…
Los ojos de doña Carmen, de mirada serena cantada por un bolero, acompañan su elocuencia.
Ella, en nombre de antiguos maestros nacionales, prolonga sus afanes de mejora ondeando a compás la bandera de la protesta por el retroceso en principios y valores, por la mengua de méritos y esfuerzos, y la bandera de la protesta contra la desidia, la perversión y el engaño con idea, arteramente encubierta, de perpetuar una mentira tras otra y fabricar autómatas en vez de personas con libre albedrío.
—Ya va marchando el tiempo… —murmura, o quizá canta.