Suena la Suite española Op. 47, de Isaac Albéniz
Sintióse la raigambre, de naturaleza esencial, y convertida en obra, por las manos esponjadas de elogio y ternura, tuvo su destino entre pautas y acordes de hondo significado, de magnífica plasmación.
La gratitud anónima de lo menudo a lo gigantesco, que viaja cualquier distancia con la mayor disposición a convertir lo cierto en real, que es tanto como decir el alma en cuerpo, acariciaba de beso a tacto, con perfumada delicadeza patente en el recorrido, las notas y los sones de la composición.
Desde el palco, igual que si se tratara de un altar donde se bendice la calidad, surgían voces de premio y el afán, emotivamente comedido, de prolongar la audición más allá de cualquier momento previamente tasado. El desbordamiento de las dos pasiones, la emitida por el genio fértil y la manifestada pública y notoriamente al recipiendario del goloso fruto, unieron su fuerza vital en una misma estampa de belleza autóctona; y no por su traza reconocible en origen y causa, menos vinculada a la loa universal.
Es propio de un carácter consolidado la voz que deslumbra gracia, y también lo es el paisaje recreado por la fiel imitación de sus peculiaridades; de tal manera que al cerrar los ojos, por su influencia, la mirada sin fronteras distingue el hogar y la tarea de sus moradores, ampliando el marco que sirve de referencia a los extraordinarios límites de la percepción.
La obra gestada para el encanto, el recuerdo y la dulce nostalgia de la que no cabe desprenderse por un imperativo ajeno a la voluntad, surcaba los aires de la conciencia, precisa y firmemente guiada por el impulso del aliento; el que da vida al espíritu, el que con su paso decidido y su toque vibrante destella en el retrato de conjunto.
La identificación fue inmediata y absoluta, completa al modo que se integra el ser en la idea de su creador.
Durante el tiempo de los registros, ojos y manos anduvieron intercambiando sensaciones felices de cuya permanencia en la memoria ni falta hace mención, pues el soberbio tesoro depositado en cada uno de los privilegiados auditores, ya entonces conscientes de que lo eran, bastó por sí solo para inscribirse en el más personal de los libros.
Cuando destilada la magia cedió el efluvio, y el juicio discrecional resumió en una imagen devota el vínculo ahormado por el amor y la pasión, los colores del mundo inmediato acabaron fundidos en una línea de luz infinita preservada de malos contagios y bastardas interpretaciones del original inimitable.