Tras comprobar con urgencia desesperada que la visión no es un sueño ni producto del alcohol, vamos, que no modorra ni borrachera, ni narcosis ni ebriedad, el susto deja paso a la curiosidad.
Y es que lo de verse a uno mismo en tres dimensiones, relieve y detalle marca un surco profundo en el lóbulo temporal. El fenómeno quita el hipo y rinde culto a los aparecidos y ectoplasmas que las crónicas fantasmales desparraman en la imaginación.
“Ahí va el doble”, “aquí está el doble”, se piensa, se teme. La cuestión, una vez superado el impacto inicial, es reconocer al vivo del muerto, lo que implica un susto mayor y un quebradero de cabeza de padre y muy señor mío.
Gustave Courbet: El desesperado (1845). Colección particular.
“¿Será de verdad?”, “será una ilusión”? Real o ficticia, la cosa pone los pelos de punta y la carne de gallina. Porque eso de verse enfrentado a uno mismo en idénticas condiciones es para echarse a temblar.
Suponiendo que la citación para el día del juicio final no haya llegado a la mano o al buzón, y que el doble no sea un atinado imitador metamórfico ante el que hay que descubrirse, habrá que tirar de descartes en vez de conjeturas y repetir con cadencia premiosa aquello de “no estoy muerto”, “no he recibido un augurio de mi muerte”, para tranquilizarse y proceder, dentro de la cautela, con la especulación sobre una enfermedad, el aviso de una desgracia, el advenimiento de un ciclo de infortunio; en el fondo, conceptos sinónimos de mal y muerte.
Maestro Heinrich de Constanza: La Visitación (s. XIV). Metropolitan Museum, Nueva York.
Más leña al fuego del susto.
Y finaliza el interrogatorio por el momento con la pregunta de voz entrecortada que inquiere a la proyección, a suficiente distancia del propio cuerpo para imprimir el debido efecto, si se va o se queda; si emprende viaje y tal día hará un año o si se presenta con una declaración de intenciones y el documento a la firma.