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La historia revolucionaria y golpista del socialismo en España (III)

Tercera entrega, a modo de resumen cronológico, de la historia revolucionaria y golpista del Partido Socialista Obrero (denominación original, después Partido Socialista Obrero Español, siglas PSOE), fundado en 1879 por Paulino de la Iglesia Posse (nombre original, posteriormente modificado a conveniencia por el de Pablo Iglesias).

El socialismo dirigido por Pablo Iglesias, todavía incipiente si se compara con la importancia de las organizaciones políticas republicanas, moderadas e integradas en el sistema respecto al carácter violento, legitimando la fuerza, y actitud levantisca, provocando revueltas, del Partido Socialista, buscaba erosionar al Gobierno, en aras a derrocarlo, y eliminar el sistema de libertades en vigor. Las huelgas conducidas por los socialistas en Málaga, Vizcaya y Bilbao, a finales del siglo XIX se caracterizaron por el uso de la violencia contra las personas y las instituciones.

    A la par, el anarquismo desplegaba acciones terroristas en toda España durante la última década del siglo XIX. Una facción del anarquismo consideraba el asesinato político, los magnicidios (de Cánovas, Canalejas y Dato), una vía idónea para implantar el socialismo y aplicar la justicia revolucionaria. En 1893 lanzaron bombas contra el general Arsenio Martínez Campos y el público asistente a una función en el Gran Teatro del Liceo barcelonés; en 1896 el atentado sucedió en la barcelonesa calle de Cambios Nuevos.

    Ante las iniciativas del anarquismo, el líder socialista Pablo Iglesias mostraba dos caras: la que condenaba los actos criminales y la que legitimaba esos mismos actos, comprendiéndolos y equiparando en su modo de operar a los terroristas con las fuerzas de seguridad; declarando que “Condenamos los crímenes de abajo como los de arriba, aunque algunas veces los primeros sean corolario de los segundos”.

    Este enfoque a dos bandas del socialismo tendría efecto inmediato y repercusión a lo largo del siglo XX, cuando ya el Partido Socialista (PSOE) se había consolidado y pugnaba por hegemonizar la izquierda política y social. La práctica de compartir la condena se hizo tan habitual que adolecía de falsa postura: era una mera estrategia para encaramarse en un punto a resguardo de críticas de los oponentes y los rivales y proclive a las adhesiones dispares de esos mismos según conveniencias.

Pese a la sistemática descalificación del sistema, con un alarde propagandístico a diario en aumento, las elecciones de 1898 supusieron otro fracaso para los socialistas de Iglesias. Por aquel entonces dramático para España, las huestes de Iglesias, con su líder al frente, apoyaban a los Estados Unidos “fraternidad a los proletarios de la Gran República” en su afán de apoderarse de las últimas posesiones españolas (provincias con los derechos de las peninsulares e insulares) en ultramar.

    Tampoco tuvo éxito el Partido Socialista en la convocatoria electoral de 1899., a pesar de haber concurrido en las listas de los republicanos federalistas de Francisco Pi y Margall. Sin embargo, iba en aumento su influencia social.

    El V Congreso del Partido Socialista se celebró en Valencia del 17 al 20 de septiembre de 1899. Las conclusiones principales fueron: mantener la alianza con los republicanos, convertir El Socialista en un diario y excluir del partido a los que profesaran la religión católica u otra positiva. En el sexto Congreso, celebrado en Gijón en agosto de 1902, además se abogó por transformar la huelga en un instrumento revolucionario y declinar con absoluto rechazo todo intento del Gobierno por atraerlos hacia las instituciones.

En los albores del siglo XX se recrudecieron las discrepancias en el socialismo de origen marxista, provocando fisuras notables. Por una parte se quería acabar con la competencia de los anarquistas y por otra consolidar los postulados de Marx y Engels trazando la ortodoxia de aniquilar por la revolución los regímenes constitucionales y democráticos implantando en su lugar la dictadura del proletariado. Pero no todos los partidos socialistas estaban de acuerdo en ese proceder; es más, la disparidad de criterios originó la división del socialismo entre socialdemócratas y marxistas.

Pablo Iglesias recelaba de las coaliciones electorales porque era el partido menor, el supeditado. Aun así, y por las presiones ejercidas por los miembros socialistas de peso como Antonio García Quejido y Matías Gómez Latorre, se avino a que “cuando el comité nacional o una o varias agrupaciones consideren indispensable una coalición con cualquier partido radical-burgués, se consultará previamente al partido, y si los dos tercios de los votantes opinan en sentido afirmativo se realizará el acuerdo”.

    A las elecciones legislativas de abril de 1902 concurrieron los socialistas con candidaturas cerradas, cosechando un nuevo fracaso que se unía a los de 1898, 1899 y 1901; y el número de votos en Madrid fue la mitad que el logrado en las anteriores elecciones.

El VII Congreso de la Internacional Socialista, celebrado en Amsterdam en 1904 derivó hacia la negación de la legitimidad de quienes abogaban por las reformas de la sociedad capitalista en vez de la revolución que la aniquilara. La consigna fue que “la democracia socialista no puede aceptar ninguna participación en el gobierno de la sociedad burguesa”. Una postura a la que se aferró entusiásticamente Pablo Iglesias.

    En 1905 Iglesias fue elegido concejal del Ayuntamiento de Madrid junto a los también socialistas Francisco Largo Caballero y Rafael García Ormaechea.

La marcha ascendente del Partido Socialista se vio truncada en 1905 por dos factores: la aparición del movimiento obrero católico y la creación del movimiento aglutinante de fuerzas obreristas Solidaridad Obrera en Barcelona.

    Estos competidores propiciaron la radicalización de Pablo Iglesias, impulsando en 1906 huelgas de corte revolucionario, y en abril de 1907 otro fracaso electoral; que aún enconó más la postura de confrontación en el obcecado líder socialista.

    Para colmo de males, la UGT (el sindicato de clase socialista también creado por Pablo Iglesias) veía como se le iban a chorro los afiliados y ese 1906 situaba en la presidencia del Gobierno de España al conservador Antonio Maura, partidario de la revolución desde arriba, con un programa de reformas en su cartera de trabajo que dificultaba sobremanera el escenario revolucionario preconizado por Iglesias. Luego, Maura se convirtió en el objetivo a batir. Para ello, y a instancia de la Internacional Socialista, en su congreso de Stuttgart, el Partido Socialista apoyó y fomentó iniciativas encaminadas al desprestigio internacional de España, su pérdida de influencia allá donde le quedaba y al obstáculo de acabar con el terrorismo doméstico. Respecto a este último aspecto, Iglesias advirtió que si la ley contra el terrorismo era aprobada el Partido Socialista estaría dispuesto a emplearse como los terroristas. Una vez más quedaba demostrado que para Iglesias el poder de la violencia era la mejor arma de combate social y político, junto con la propaganda.

    Con el firme propósito de provocar una crisis definitiva en el gobierno Maura, los socialistas se aliaron para invadir las calles con la facción progresista de los liberales y los republicanos, siempre al albur de meter baza en todo aquello que socavara el régimen. Este bloque de izquierdas recurrió a la demagogia callejera, pero su intentona de eliminar al gobierno y de paso al régimen resultó fallida, pese a lograr que el programa de regeneración quedara mermado y en tránsito a la ineficacia.

En julio de 1909 estalló en Barcelona la denominada Semana trágica que arrastró tres meses después la caída del gobierno Maura y la disolución del bloque de izquierdas. No obstante, el ensayo permitió consolidar a futuro una relación entre republicanos y socialistas que maniobrarían fuera de las Cortes y el parlamentarismo constitucional: la alianza se formalizó el 7 de noviembre de 1909.

    Pablo Iglesias anunció a los suyos que esta conjunción de intereses con los republicanos en ningún caso privaba a los socialistas de sus objetivos, a los que nunca iba a renunciar, sino que los favorecía. “Nosotros mantenemos en toda su pureza los ideales del Partido Socialista, o sea, la igualdad social; nosotros aspiramos a que el poder político sea conquistado por el proletariado; nosotros opinamos que la Iglesia es un soporte del régimen burgués y que otro soporte es el Ejército, y nosotros no sacrificaremos ni ahora ni nunca nada, absolutamente nada de nuestro programa”. Lo que realmente perseguía Iglesias con el acercamiento a los republicanos era conseguir al fin un número aceptable de diputados y concejales. Expresado por Iglesias en julio de 1910 en el Congreso gracias a dicho acuerdo: “Estamos en esta conjunción y en ella seguiremos hasta cumplir la misión que nos hemos propuesto y que es la de derribar al Régimen”.

    Claro que una vez en el Congreso, presidiendo el Gobierno José Canalejas, Iglesias confesó a los suyos que la conjunción republicano-socialista “no puede ni debe durar mucho tiempo porque si persiste sería señal de fracaso”.

La actividad parlamentaria de Pablo Iglesias, único diputado socialista, fue de novato, escasa en intervenciones y atropellados sus discursos que le sonaban mejor en la calle; sin embargo, no adoleció de medias tintas o doblez, bien al contrario se mostró explícito. Como en la jornada de 7 de julio de 1910, singularmente vergonzosa, cuando Pablo Iglesias dejó de manifiesto que estaba dispuesto a cometer actos terroristas para alcanzar sus propósitos. “El partido que yo aquí represento aspira a concluir con los antagonismos sociales, a establecer la solidaridad humana, y esta aspiración lleva consigo la supresión de la Magistratura, la supresión de la Iglesia, la supresión del Ejército y la supresión de otras instituciones necesarias para ese régimen de insolidaridad y antagonismo. […] Los socialistas estarán en la legalidad mientras la legalidad les permita adquirir lo que necesitan; fuera de la legalidad cuando ella no les permita realizar sus aspiraciones”.

    De esta manera preconizada actuaría el socialismo en España las siguientes décadas, obteniendo ventajas del sistema constitucional mientras lo destruían interna y externamente, solidarizándose con los terroristas y separatistas y amenazando a diario a quienes se opusieron a su proyecto y a quienes, igualmente, lo dejaran en evidencia.

    El colofón del socialista Pablo Iglesias en la nefanda sesión de Cortes del 7 de julio de 1910 se dirigió a la persona de Antonio Maura, por si se retornaba a la presidencia del Gobierno: “Tal ha sido la indignación producida por la política del gobierno presidido por el señor Maura, que los elementos proletarios, nosotros de quien se dice que no estimamos los intereses de nuestro país, amándolo de veras, sintiendo las desdichas de todos, hemos llegado al extremo de considerar que antes que Su Señoría suba al poder debemos llegar al atentado personal”.

    Respondió a esta amenaza Eduardo Dato, quien llegaría a ser presidente del Gobierno antes de morir asesinado por un terrorista. Dijo Dato a Iglesias que para ser autor moral y no material de un crimen bastaba con incitar a él desde la prensa, el mitin o el parlamento.

Transcurrió 1910 con la precipitada labor socialista de desgaste al gobierno reformador de Canalejas y por ende del sistema constitucional. Durante el verano se sucedieron las huelgas con carga política, que no reivindicaciones laborales, hasta sumar doscientas cuarenta y seis. A continuación y en las Cortes, Pablo Iglesias ratificó su legitimación del uso de la violencia, introduciendo el sabotaje como otro medio para la obtención de los fines socialistas.

    Al hilo de los acontecimientos y discursos prodigados en 1910, el verano de 1911 reiteró su estrategia precedente sobre todo desde la calle, con la pactada colaboración de los republicanos: la alianza de socialistas y republicanos sólo perseguía erosionar al gobierno y al sistema, dando de lado la aportación de propuestas encaminadas a ofrecer una verdadera alternativa.

    Las huelgas volvieron a encumbrarse como el instrumento privilegiado de la actividad para la oposición y el sabotaje, centrado el acoso revolucionario en los medios de transporte. La magnitud y constancia de los sucesos obligó al gobierno a declarar el estado de guerra primero en la provincia de Vizcaya y al cabo en toda España. Sabedor el gobierno del origen, clausuró la Casa del pueblo (sede socialista) en Madrid y detuvo a dirigentes de fuste como Largo Caballero, García Quejido y Facundo Perezagua (que además de socialista y sindicalista militó en el comunismo una vez implantado). La contraofensiva socialista consistió en un intento fallido por paralizar Madrid el 20 de septiembre. Pero aunque el fracaso fue evidente, también lo era que con las huelgas se lograba condicionar en gran medida la vida española en todos los ámbitos.

Canalejas comprendió tras las violencias, sabotajes y amenazas, que los socialistas jamás se integrarían en el sistema constitucional ya que su único objetivo era destruir el parlamentarismo y las libertades que propiciaba. La descorrida ingenuidad de Canalejas al fin le mostró sin tapujos propios la nunca camuflada intención de Pablo Iglesias y su socialismo marxista.

    La mecha estaba encendida y había prendido a satisfacción del Partido Socialista, y también de los partidos republicanos y de los entonces nacionalistas catalanes: cada verano hasta el estallido revolucionario de 1917 fue minuciosamente repetido el proceder desestabilizador para acabar con el sistema constitucional y la monarquía como símbolos de España.

Artículo complementario   

    Los magnicidios de Cánovas, Canalejas y Dato

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