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La historia revolucionaria y golpista del socialismo en España (V)

Quinta entrega, a modo de resumen cronológico, de la historia revolucionaria y golpista del Partido Socialista Obrero (denominación original, después Partido Socialista Obrero Español, siglas PSOE), fundado en 1879 por Paulino de la Iglesia Posse (nombre original, posteriormente modificado a conveniencia por el de Pablo Iglesias).

La previa experiencia republicana en la práctica propagandista y callejera de las conspiraciones alcanzó un hito en el bienio 1930-1931.

    La idea obsesiva de suprimir el sistema constitucional en España unía a los socialistas, a los incipientes comunistas y a los anarquistas (aunque a su modo anárquico de planteamiento y actuación, cual escisión del socialismo original) con los partidos republicanos burgueses (clase media acomodada) y a los denominados nacionalismos (que tendían más o menos encubiertamente al separatismo). Dentro de las filas de las organizaciones republicanas militaban posiciones encontradas: los había que abogaban por una administración centralista, los que fijaban su meta en la concepción federalista, los confederales estableciendo diferencias irrenunciables entre las diversas regiones, los regionalistas, los unitaristas, los conservadores y los reformistas.

    Por su parte los anarquistas, procedentes del sector de la Internacional obrera que prefería a Bakunin en detrimento de Marx, también en algunos sectores influidos por la masonería, abogaban por la acción directa (los atentados), no se constituyeron como una organización política configurada en torno a un partido, aunque sí crearon un sindicato, la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT), el más importante hasta el desencadenamiento de la guerra.

    En cuanto a la masonería, cabe señalar que su poder fue grande, incluso decisivo, en las organizaciones y medios republicanos. Eran masones destacados Alejandro Lerroux, dirigente máximo del Partido Radical, Diego Martínez Barrio y Manuel Azaña, de Izquierda Republicana, Francisco Largo Caballero y Rodolfo Llopis, del Partido Socialista (PSOE), Lluís Companys, de Esquerra Republicana de Catalunya, algunos socialistas cuyos nombres no rutilaban como estrellas pero ejercían dominio.

En la canícula de 1930 se negoció y acordó el denominado Pacto de San Sebastián, obra del masón Ángel Rizo. Personajes monárquicos hasta entonces como Miguel Maura José Sánchez Guerra, Niceto Alcalá Zamora, Ángel Ossorio y Gallardo y Manuel Azaña, entre los más relevantes, se adhirieron al proceso derrocador de la monarquía que con tanta eficacia consumaron los propios monárquicos; junto a los tránsfugas, por así calificarlos, descollaban republicanos de raigambre como Alejandro Lerroux, Marcelino Domingo, Francisco Largo Caballero, Manuel Carrasco y Formiguera, Santiago Casares Quiroga, Indalecio Prieto, Fernando de los Ríos, Diego Martínez Barrio, Nicolau d’Olwer, Álvaro de Albornoz, Matías Mallol y Jaime Aiguadé, formando una alianza de organizaciones políticas republicanas, socialistas, nacionalistas y separatistas. Sin embargo, a pesar de los nombres del comité revolucionario, presidido por el católico y derechista Alcalá Zamora, a la participación de jefes militares de diferente empleo y a un grupo de estudiantes de la Federación Universitaria Escolar (FUE), el movimiento republicano lo conformaban minorías que no sumaban con fuerza suficiente ni contando los afiliados del sindicato socialista UGT y del sindicato anarquista CNT, ni tampoco con la minúscula escisión del PSOE que representaban los comunistas del PC.

    El comité revolucionario estableció la fecha del 15 de diciembre de 1930 para dar el golpe militar que derrocaría, según sus cálculos, la monarquía y con ella, en cadena, las instituciones del Estado y el sistema constitucional. Adelantándose a esa fecha, los capitanes Fermín Galán y Ángel García sublevaron la guarnición de Jaca, en la provincia de Huesca, fracasando muy pronto en su intento golpista. El día 15 se produjo una secuela de golpe en el aeródromo madrileño de Cuatro Vientos, protagonizada por los militares Gonzalo Queipo de Llano y Ramón Franco Bahamonde, copiando el resultado de la anterior. Dado el panorama, el comité revolucionario escapó en desbandada, aunque algunos fueron capturados: Prieto huyó, Lerroux y Azaña se escondieron y Largo Caballero fue detenido.

    La ocasión para desvelar la intención de subvertir el orden constitucional de aquellos personajes no fue, extrañamente, aprovechada por el Gobierno; tampoco actuó en este sentido lógico en 1917, cuando abortó el mismo propósito. Y con esta actitud pacata e incomprensible, combinación fatídica de miedo, descoordinación e ignorancia negligente, a partir de la celebración de las elecciones municipales entre el 5 y el 12 de abril de 1931, cuarenta y ocho horas después, habiendo perdido abrumadoramente tales comicios (aunque en Madrid el concejal del PSOE Andrés Saborit hiciera votar a favor de sus siglas a miles de fallecidos), pero en posesión revolucionaria de la calle, incentivando las algaradas, y con el auspicio pasivo de los mandos de las Fuerzas del Orden y el Ejército y la desidia entreguista de los monárquicos salvo dos ministros, los republicanos proclamaron la II República.

    Una república ilegal y deslegitimada heredera de una monarquía parlamentaria descompuesta y huérfana de valedores en las altas instancias.

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