Suena el Ballet Op. 20, de Piotr Chaikovski
El paraje hermoseaba con los matices lumínicos ofrecidos generosamente por todas las horas del día en coordenada sucesión tradicional. Una exuberancia armoniosa presidía las transiciones de colores, los colores claros y los colores oscuros, a cuya influencia se debía el atractivo modelado de las formas que regalaban la visión, y los demás sentidos también, uno a uno y en conjunto, insuflados por el aire balsámico, por las texturas acariciadoras; una fantástica experiencia vivida cotidianamente en ese lugar del mundo desprendido de la publicidad para bien de sus moradores.
Una bella proporcionalidad entre los tamaños, los grandes no eran gigantescos ni los pequeños diminutos, confería a los elementos de flora y fauna, así como al relieve pétreo, al manto terroso y al ornamento acuático, una distinción apreciable del primer al segundo parpadeo.
La costumbre de gozar un privilegio tal implicaba la participación en su arreglo, cuidado y mimo, devota y eficazmente, para mantener lo que el tiempo, cuando sea, variará mucho o bastante, pero mientras esa época de futuro llega se desea preservado en arte estatuario, figura a figura, pieza a pieza, reconocibles al vuelo, al nado y al paso.
Amor y estética fundaron un compromiso de habitación en época pasada; el amor anduvo listo y la estética espabilada, y la voz de ambas unísona en canto feliz, abundante de dicha el entorno bajo el cielo y sobre la tierra y el agua, solares complementarios aunque no obstante definidos, para saber dónde empezaba lo que tras una superficie de hegemonía terminaba; la alternancia en las sensaciones era un aliciente más en el trayecto de circunvalación por la lustrosa vida del paraje.
A un ciclo sigue otro, por lo general diferente, y suele ser lenta su preparación y aún mayor espaciada su penetración en el bendito aislamiento de la causa justa. Hasta que se advierte que algo, al principio una modificación menor, casi insignificante por lo desapercibida en el cálculo erróneo del atavismo de confianza, un algo extraño y turbador, algo que barrena el dique y avanza en irrefrenable marcha hacia el punto del que parten las esperanzas y las ilusiones, el eje alrededor del que gira la creación. Una vez invertido el proceso cae el telón y la obra se desdice, se recrea, en nuevos anclajes se sustenta y todo, absolutamente todo, difiere de cuanto fue. Y el esfuerzo ahora, y en adelante, se destinará a vestir el hábito de la nueva realidad.
Pronto el amor y la estética caminarán a la par, igual que antaño, pero sin recuerdos ni nostalgias, impensables ellos, imposibles ellas; las formas sufrirán la adaptación resignadas a considerarse caducas, pasajeras; la vejez se hará presente y tributaria de los episodios anteriores discurridos en un tobogán de vértigo.
La historia irá paulatinamente tocando a su fin; se oscurecerán las palabras, como para caer en el sueño, se oscurecerán los cantos y las formas, se disiparán los momentos de gloria en los de pena y viceversa, rondará el suspiro y puede, en el último acto, que una suerte de embriaguez, una sedación piadosa, recite en un marco expresivo la memoria de las fabulosas criaturas.