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La sabia lección inmarcesible

 En un momento el mundo pasó violentamente de una época a otra.

    Hubo una gran explosión, acompañada de estrépito hiriente y feroz sacudida, seguida por un fulgor de ceguera y varias réplicas, a modo de convulsiones, de menor entidad y duración. Finalizado el último temblor y aún sin resolver el enigma, las aves emprendieron vuelo a horizontes más seguros batidas por el pánico, los peces nadaron confundidos y arremolinados entre la succión de ondas agitadas, los animales anfibios y terrestres salieron a escape del ámbito de influencia del bárbaro estallido; apagado el rugido y los incendios dentro de un paréntesis de calma y anuncio impredecible, la nómina de seres vivos con movilidad acreditada, víctima del fenómeno, buscó por sus medios un refugio que oponer a la devoradora fuerza centrípeta. Salvo los humanos, criaturas definidas inteligentes, que no huyeron en masa por los caminos despejados de incertidumbre para librarse de un peligro morboso y maquinal sino que, atados por una sarta de peculiaridades, dieron estupefactos inicio a su ruina; aunque desvinculados de la individualizada rebeldía en trance de aunar respuesta, asomando lenta y juiciosamente alrededor del caos y del humo, no tardaron en proliferar los serviles y arribistas a la nueva y oportuna situación de adanismo experimental.

    El suceso originado en un laboratorio de ciencia autónoma, inmune al umbral de la percepción y a los métodos didácticos tradicionales, desataba una cadena de colapsos con engarce de fugas y atonalidades que producía un concierto de ruido ensordecedor, la desfiguración del paisaje y la extinción de la belleza.

Por el largo corredor de la historia venía arrastrando fatigas y pesares el hombre legendario, criatura de origen fabuloso en un tiempo divinizada y ahora un ser compungido y extraviado por el abandono y el recambio, con su biografía balanceada en un hatillo de paño deslucido y muy a su espalda nubes de polvo, sucias y ajadas, informando de la martingala.

    El ideal frustrado es el título oneroso de su carga y de un disfavor labrado por la constitución de una existencia alternativa instaurada en la figura del jefe, signo y función los del jefe, la pieza que goza de mayor libertad, y en el firme sostén de los adeptos; de tal manera que al comparar en estudio la tradición con la modernidad, para el hombre antiguo el moderno no ejemplifica ni la libertad ni la creación.

    El remozado hombre legendario, caricatura del original, desposeído de su identidad primigenia, de fuerza y de sentido, ignorante pero jubiloso desciende los escalones de su declive como impuesto dios de razón, como filosofía desgajada en vestiduras de ciencia empírica, como fugitivo en origen de lo trascendental y como fatua encarnación de suficiencia. El original no ha podido soportar una vida derivada hacia la forzosa modelación del humano nuevo, extirpado de valores absolutos, persuadido a la imitación dentro de una bomba de fobia ideológica.

    Libérame, déjame ir, ruega el condenado a perderse en el desierto.

    El viento que arremolina la biblioteca de vacíos existenciales canturrea desabrido el estribillo de la marcha fúnebre: El pasado ha vuelto para ocuparse del futuro.

    Please release me, let me go.

    Engelbert Humperdinck era el cantante extranjero favorito de Ángela.  Miguel Vayarte dejó de leer, estiró las piernas y una vez más puso el disco de vídeo digital con la grabación del concierto en LA Forum de 1995, que Miguel Ángel había regalado a su madre al poco de instalarse en el Nuevo Mundo. Y volvió a emocionarse y a confesar que la echaba de menos.

    Say you and your Spanish eyes will wait for me.

    En su atiborrada mesa de trabajo, una carpeta abría el contenido por la última incorporación, breve y sobrio epílogo. El Expediente Séneca ya no era una obra inconclusa y su autor, que apenas dirigía ya palabras al mundo, había cesado en su cometido narrativo.

    —Me ha dicho que sabía lo que iba a pasar —le informó el psiquiatra Diego Silva Hurtado— y que ha perdido el interés por comunicarse.

    Su despedida resumía una ambición: He querido subir por encima de los muros.

    Junto a esta carpeta y también abierta, otra provista de varias hojas correspondía al monográfico que había solicitado del filósofo Isidoro Ramírez Mena.

    —La Ilustración y el Romanticismo son periodos enlazados. El siglo XVIII da el triunfo al raciocinio y el XIX aporta tecnología revolucionaria y exacerba los sentimientos. No hay contradicción en los movimientos ni en los postulados de ambos siglos, aunque lo parezca, sino complemento en la urdimbre.

    El contraste de los antecesores de los siglos XX y XXI revelaba la ahogada denuncia del desarraigo y el retorno a la tribu con predominio absoluto del grupo sobre el individuo.

    Sueltas en una esquina de la mesa de trabajo aguardaban pendientes de archivo las reseñas de las dos entrevistas a agencias de información que había concedido después de emitida la primera serie de monográficos. 

    La corresponsal de Associated Press conocía suficientemente los ensayos del profesor Vayarte, desde Los trabajos de Proteo al reciente, todavía el papel con aroma de tinta fresca, El pasado ha vuelto para ocuparse del futuro, para enfocar la entrevista en los aspectos relativos al culto y a la identificación.

    —Hábleme de los mediadores con la divinidad en las sociedades actuales.

    La constelación de ídolos a los que se atribuye el vínculo con lo divino. El ferviente deseo de superar las carencias y las dificultades por la gracia de un poder omnímodo, ubicuo en el perímetro marcado para las actuaciones y mitificado por la propaganda, que explica y faculta seleccionando en su incuestionable discrecionalidad a los ungidos.

    —Hábleme del hombre legendario en las sociedades arcaicas.

    El intercesor entre lo sagrado y lo profano que disuelve a base de sufrimiento y derroche de generosidad la bruma de la confusión sembrada por un enemigo ancestral muy potente, inasible y porfiado.

    —Hábleme de la transición.

    El pensamiento ha sido desplazado hasta del ámbito íntimo atenazado por la mutabilidad, y confinado en un fragor de propaganda para supeditarlo a los mandamientos del progreso. El producto de la conversión es un hombre mudable desenlazado en toda su dimensión del hombre pensante.

    Miguel Vayarte le dijo que el sustituto del hombre legendario cantado por las leyendas es el ídolo de masas promocionado mediáticamente, al que los canales de difusión, con gran aparato y constancia durante el plazo que fija la cuenta de resultados, conceden la vitola adánica de ser pionero de una acción nunca antes ejercida. Y así sucesivamente, intento tras intento.

    El periodista de la Agencia EFE había seleccionado una decena de artículos con el denominador común de la denuncia del totalitarismo en su periplo histórico.

    Concebida en el seno político del humanismo griego, la Ilustración portaba como antorcha el conocimiento que de ella emanaba y que iba a propiciar, como nunca hasta entonces, la liberación de la humanidad en tinieblas al rescatarla de un atavismo salvaje donde se cultivaba la veneración, transformándola en una humanidad obediente a ese destino lógico y revelado por los guías ilustrados que, progresivamente, rescindieron del contrato social las cláusulas que atañían a los sentimientos y las creencias, fuente de libertad individual, obstáculo insalvable para los materialismos dialéctico, histórico y económico, engranajes máximos de la colectivización en el siguiente periodo revolucionario forjado por aclamación. La búsqueda del orden social perfecto, el objetivo final, pasa por el tamiz controlador de la ciencia: cientifismo y racismo, sólo los científicos, verificando o mintiendo, encontrarán la panacea del orden social perfecto tributario de la única e inconmovible ideología totalitaria que infunde miedo para debilitar y al cabo someter al contrario.

    Es la estrategia disuasoria del terror, añadió Miguel Vayarte, la que provoca con sus tentáculos y sus sombras escurridizas una continua inseguridad en el amenazado.

(De la obra Lazos).

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