Gastando oropeles
Salero para dar el punto al guiso y guindas para coronar el pastel: a esta frenética y delirante actividad propagandista se reconduce la tarea cotidiana de la mediocridad arribista y vividora de los presupuestos públicos; dinero recaudado del contribuyente que no puede o sabe escapar de la presión tributaria intervencionista y su derivada confiscatoria.
Felio aparta unas líneas el abundamiento en el tema, fluctuando en los medios de comunicación según la magnitud del escándalo y las conveniencias de los apuntados y los disparadores, para poner el foco en un aspecto en absoluto menor que, en definitiva, socava, merma, debilita y acaba por destruir, tanto como el precedente: la fruición por desfigurar el idioma —el idioma más perfecto y rico del mundo, y del universo hasta la fecha comprobado—, el gusto alienador y suicida de adoptar palabras, conceptos y modismos de la industriosa factoría anglosajona, en todos los campos y en todas las materias. Con qué deleite servil son pública y generalizadamente acogidos, incluso aclamados e idolatrados, los términos foráneos que meten a capón los gurús y magnates de la publicidad y la mercadotecnia, ridículos muchos, otros plenamente traducibles, y ambos convertidos a la brava en neologismos en los negocios, los tratos, el deporte y hasta en el habla vulgar que comunica a los iguales.
Deduce Felio, y tal cual me lo comenta, que esta invasión patógena de especies destructivas contra el ecosistema propio —abiertas las puertas de par en par—, perpetúa la leyenda negra, orquestada en casa, alfombrando de rojo el ataque del bilioso enemigo. Con qué regodeo se tira por tierra los logros autóctonos, con la marca contrastada, y se ensalzan las minucias ajenas, se magnifican los errores por leves que fueren y se agrandan hasta el infinito esas cosas atribuidas a otros que a veces, y no pocas, concibieron y desarrollaron los nuestros.
De vuelta a la primera queja, la del abuso pícaro de la sal y la guinda, Felio señala a continuación el afán de títulos, pariente en grado próximo al afán de lucro. Causando enorme perjuicio, probablemente un daño irremediable, a los honrados estudiantes, que los hay, los indoctos se doctoran y fabrican, de común acuerdo con los avalistas y promotores, tesis de las anti tesis. Repite por los canales de distorsión de qué presumes y te diré con voz clara y a cara descubierta por qué engañas. Vengan títulos y pasen habilitaciones de cargos, empleos mejor retribuidos, docencias a la carta e infiltraciones en organismos e instituciones para, como poco, adulterarlas y como siempre denigrarlas y anularlas. Ironiza Felio. Prestigios de cartón piedra, currículos de aderezo, nadas sobre vacíos; pero eso sí, apariencia que no falte. Ironiza Felio. De donde no hay no sale; pero eso sí, suprimir el mérito, eliminar el esfuerzo honesto, barrer la independencia de criterio y la libertad de elección. Ironiza Felio: lo que cuenta es la obediencia al que paga y manda, al que sitúa y encaja, al que dispone y predispone.
Pobres de los que se dejan la piel, los codos y las pestañas: vuestro reino no es de este mundo.
Existe, crece y se multiplica una necesidad perversa, y degenerada, de engañar a los que se dejan engañar, mintiendo al resto; una necesidad, permeable, de afirmar la preeminencia a los cándidos o rastreros o sumisos o acólitos a precio que alaban el logro intelectual del líder y babean por guarecerse a su sombra por aquello de recibir el fruto de la entrega incondicional; que suele ir aparejado con la demolición de la prosperidad ajena. La envidia puede, la envidia dicta, la envidia consuma y consume.
La titulación espuria, amañada, del falsario, diseñado, certifica —mal que pese a la buena conducta y al comportamiento noble— un conocimiento y una capacidad desmentida por los hechos; otra muestra de esa aberración denominada “ingeniería social”, obrada por sectarios desde las sentinas.