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La traviata

Suena la Ópera en tres actos La traviata, de Giuseppe Verdi.

Los ingredientes de una buena trama, de esas que enganchan a las páginas, a la pantalla y al escenario, combinan lo picante con lo salado y lo ácido con amargores y dulces en una proporción calculada por la medida del propósito concebido en la imaginación del autor.

    No ha de faltar de nada, a ser posible, en el argumento; pero si alguna carencia ha de concurrir en la obra, que no afecte a la sensibilidad del futuro espectador. Mal asunto, y mal negocio para quien ha de pagar y el que quiere cobrar, si se pierde el drama en una bruma de artificios lastimeros y la comedia en un cajón de disparates irredentos.

    Hay que acertar en la fibra sensible por la doble vía de la remota probabilidad y de la experiencia asimilada; ambos factores coadyuvan en el logro de la lágrima espontánea, sincera y sentida, y en el de la risa franca, jovial, encantada. De esta manera, al engendrar una obra, la que fuese, plena de alicientes y reflejos, se consigue un retrato vivo individual y conjunto.

    Todos estamos inmersos en los capítulos del suceso, todos quedamos prendados al ovillo del que tiran, al menos, dos hilos extremos, no obstante complementarios e insustituibles en su generalidad.

    La mano, y la mente, del creador ha de dar en el balance más que quitar; el retrato que con tino y argucia ha desplegado, tan parecido a cualquier realidad excluida de matices y personalismos, remanece obsequioso de emociones en la tribuna ajena. Y para ello es cosa secundaria, aleatoria y subsidiaria, incluso prescindible, que la intención sea buena, simplemente buena, modosamente buena, fraternalmente buena, o perversa o tendenciosa o mezquina o agriada por una vida en alquiler perpetuo, demorada de ilusiones y al albur de un mecenazgo de carísimo interés contante y sonante. Las dichas o miserias, y viceversa, del creador de las situaciones y los personajes, traen sin cuidado al receptor del mensaje; puesto que no siempre el mejor ejemplo es el propio ni la adecuada moraleja es la aplicada en la desazón cotidiana.

    Pero si la muerte asoma y acarrea, la verosimilitud con lo que a todos espera a la vuelta de una u otra esquina, el impacto en la diana es certero y memorable.

    En el diario proceder de los anónimos documentados se dedica mucho tiempo a sentir más que pensar, quizá por aquello, dicho por alguien autorizado, de que la vida tiende a lo cómico para los que piensan y a lo trágico para los que sienten, y como la paradoja sienta cátedra en la sociedad, la comicidad requiere de análisis e interpretación mientras que la tragedia sencillamente está, pasa; de ahí que los términos se inviertan en aras a una solución de compromiso: tenían que ser, tenía que pasar tarde o temprano, sin darle vueltas a la cabeza, sin buscar el motivo ni el antecedente ni la consecuencia; que ya llegará.

    La vida, igual que el mundo, transita por épocas que expende el cielo o el infierno, según el resultado de las acciones y las omisiones; tan decisivas ellas en el devenir de los acontecimientos. La vida, igual que las gentes pobladoras del único mundo hasta la fecha viable para la existencia al aire libre, goza de simpatías y padece detractores, cada cual desde su prisma, a menudo compartido. La vida, como los actores de la comedia que acaba en tragedia, recibe aplausos y abucheos y se prolonga a través de generaciones con similar o diferente juicio, con ineludible prejuicio racional o instintivo.

    Todos los días, de la mañana a la noche, la honra de seguir en pie a pesar de las adversidades vence al desánimo por acercarnos irremisiblemente a la meta del adiós. La ventaja, también el inconveniente, de no participar en el enredo de la despedida evita dolor y daño a la vez que alegría, satisfacción, contento. Si pudiera verse desde allá lo que aquí se representa en el duelo a los extraviados, la hazaña se incorporaría por derecho a la historia.

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