El contrapeso particular.
Mucho se cita viniendo o no a cuento lo del uso de la fuerza por el Estado: el poder coercitivo del Estado. Un poder legal, un poder legítimo, un poder de garantía para la seguridad nacional. Un poder ordinario y extraordinario de corte institucional, casi por completo fuera de controversias —la excepción confirma la regla—, como ese otro poder al margen de la institucionalidad y de la excepción que es el de la propaganda.
El uso de la propaganda, vinculado inextricablemente al catalogado de cuarto poder, es consustancial a la actuación de gobierno, siempre, y a la actividad de oposición, para según quienes.
Mientras que el poder coercitivo se presume y se advierte, el poder de la propaganda sobrevuela y penetra.
La teoría psicosocial elaborada en conjunto por psicólogos del comportamiento humano y sociólogos de las relaciones adaptadas a un concreto marco de convivencia interpersonal, aduce que cada experiencia humana sabe que debe tener en cuenta a las demás porque incurre en la obligación de participar en un proyecto común regulado por la ley en vigor.
Cuestionémoslo, aun viviendo en una sociedad regida por leyes y, en el mejor de los mundos, respetuosa en el papel solemne con la elección individual. Cuestionémoslo, por no decir que huyamos del encasillamiento como de la peste, ya que por encima de cualquier consideración abstracta en aras de la armonía universal, la experiencia personal debe ser lo que es, además de protegida, con marchamo de seguridad jurídica, en su especificidad y su autenticidad; debe ser estimulada en favor de su unicidad y en pro de una rebeldía inteligente y cívica —no perjudiques si no quieres que te perjudiquen, valga también lo de que no te apropies de lo ajeno si no quieres que el ajeno se apropie de lo tuyo—, que tiende a determinar la frontera —hasta aquí yo, desde aquí tú, y así sucesivamente— a la vez que el puente de paso entre realidades con propósitos afines.
El abandono de las mediaciones impuestas fomenta el criterio propio en detrimento de la persuasión organizada, y muy bien pagada a expensas doloridas del contribuyente, vulgo propaganda. Es tentador para el espíritu de criterio libre y trabajado desarrollarse en contra de los cantos de sirena, promesas al viento que cuestan infinitamente más caras que el beneficio que pronostican de seguir la consigna.
Para rebatir los efectos contagiosos de la propaganda caben tres remedios: el interés adecuado a la necesidad, la coherencia de la autonomía individual y la dignidad que trasluce el carácter moral y respetuoso. Los tres remedios aseguran la convivencia del idealismo con la realidad cotidiana, paisajes ambos circunscritos a la huella de las instancias citadas.
Lo cual, créase, no es incompatible con el imperio del mandato y la fuerza, aunque sí lo es con el imperio de la propaganda. El mandato y la fuerza, incluso a nivel personal su concepto, sirven a un propósito elevado, mientras que la artimaña propagandista sirve a una trama egoísta y falaz.
El comunicado de propaganda, nacido, urdido y difundido para dirigir un estado de opinión o adocenar conductas lábiles, carece del humanitario deber de injerencia; la excusa esgrimida para intervenir y adueñarse de la situación responde a una idea preconcebida que nunca beneficia a quien dice beneficiar.