Me da la impresión.
Tanto reclamo, por todos los canales habidos y por haber publicitado, encierra una trampa a la que casi nadie parece dar el sentido que desprende. Quizá no interese a muchos que se conozca la intención última de un proceso en apariencia irrefrenable; puede que a todavía más, englobados en la sección de uso, disfrute, inercia y tendencia, resulte inútil una comprensión de los fines que en absoluto pasan por sus manos o cabezas influidas y controladas.
Laocoonte y sus hijos. Obra de Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Roda, siglo I d. C. Museos Vaticanos, Ciudad del Vaticano.
Es una impresión la mía, obviamente personal, que lleva camino de certeza.
Alertas van y alertas vienen, pero ninguna advirtiendo de las consecuencias, por otra parte sutil y promocionalmente impulsadas y aplaudidas, de introducirse en un túnel de paredes lisas, de suelo deslizante y una sola puerta para entrar y nunca salir. Me río yo del abrazo seco del oso, del abrazo húmedo del calamar gigante, del envoltorio nuboso y de las conexiones en red, comparado con la abducción de los aspiradores.
El Greco: Laocoonte (1609). National Gallery of Art, Washington.
Tengo la certeza.
Escucho la voz de la historia escrita en sus libros por autores asimismo doctos y fiables: «Desconfía de esos que para cautivarte y negociar traen regalos, humo y ruido». La sugerencia de atender seriamente el peligro para prevenir un mal de grandes dimensiones, cruza fugaz los oídos sordos, desaparece en los ojos ciegos y cae en saco roto si es que de ella pervive un extracto de recuerdo. Frágil es la memoria inactiva, débil y condenada al fracaso la lucha a la contra, en solitario y rodeado por una hueste aleccionada y servil en número astronómico. Me río de la poderosa y extravagante quimera, reducida en su imagen a un peluche de casa pobre.