En un lugar que procede de la recurrente visita, incomunicada y solitaria, se vive el paradigma de la intimidad.
Ese lugar en sí habita en el deseo por ser residencia alguna vez, puede que muchas veces en ciertos casos, durante un tiempo sin fechas y sin más obligaciones que el descubrimiento del mundo transfronterizo.
Al lugar mágico y de titularidad exclusiva se accede por un camino secreto, una senda labrada entre vericuetos y frondas, que lo preserva de la curiosidad insana, del husmeo indebido, de la intromisión perturbadora y de las incautaciones regladas al uso del control ajeno.
Albert Bierstadt: Vista en el valle de Yosemite (1871).
Llegada a su término la exploración, y seguro el autor de sus pasos, en la medida de lo posible, de haber eliminado las huellas delatoras que guíen hacia el santuario a los enemigos acechantes ni puertas abiertas a los transmutados, que son las gárgolas venales que portan adosadas a las cirugías cosméticas e incrustadas en los ojos ciclópeos las cámaras espías, la bienaventuranza dispensa una gama de sensaciones magníficas todas ellas, penetrantes como el bálsamo mejor absorbido, lúcidas en su mensaje eterno, armoniosas en la interpretación del lenguaje íntimo susurrado a la cadencia musical de los elementos agrupados.
La composición goza de un privilegio innato. También quien acierta con la ruta.
Albert Bierstadt: Paisaje de las Montañas Rocosas (1870).