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Memoria recobrada (1931-1939) LXVII

Recordemos aquello que fue y por qué sucedió. Esta entrega resume las investigaciones de Alfonso Martínez Rodríguez (La barbarie roja en Don Benito. La cuerda de presos: 23 y 24 de julio de 1938) y Moisés Domínguez Núñez (La columna de la muerte) correspondientes a la cuerda de presos de Don Benito.

El 23 de julio de 1938 la bolsa de la Serena y con ella la localidad pacense de Don Benito estaban cerca de ser tomadas por la 21.ª División nacional. La desbandada de militares y milicianos del Frente Popular en vez de liberar las poblaciones sometidas sirvió de excusa para cometer una atrocidad. Entre el 17 de junio y el 23 de junio de 1938 en Don Benito fueron detenidas setenta y una personas, cincuenta y seis varones y quince mujeres, que se sumaron a las ya encarceladas. Al proceder a la retirada de las posiciones en Don Benito, los militares y los milicianos decidieron protegerse con estas personas, a modo de escudos humanos, para cubrirla. Por tanto, las sacaron de las prisiones, aunque apartaron para otros menesteres a “las seis mujeres más guapas”, y con esta cuerda de sesenta y nueve presos, cuarenta y ocho varones y veintiuna mujeres, emprendieron la marcha que debía llevarlos al también pacense municipio de Castuera. Serán posteriormente los supervivientes quienes explican los antecedentes y las consecuencias del acto criminal premeditado.

    La cuerda de presos estuvo custodiada, arrastrada, torturada y asesinada por soldados del llamado Ejército Popular de la República y milicianos del Frente Popular para un total de quince individuos. Partió de Don Benito a las catorce horas del 23 de julio de 1938 en dirección a Castuera; el recorrido transcurrió por las localidades de La Haba, Magacela, La Coronada, Campanario y Puebla de Alcocer, todas en la provincia de Badajoz, con ese destino obligado al haber entrado las tropas nacionales en Castuera ese mismo día. Por el camino murieron veintitrés varones y seis mujeres. De los veinticinco varones supervivientes unos huyeron desde Campanario, otros quedaron malheridos, y los capturados posteriormente fueron trasladados a Puebla de Alcocer; de las quince mujeres supervivientes, una sobrevivió milagrosamente al haber sido dada por muerta tras los asesinatos en el Puente de La Marcocha, en La Haba, y las catorce restantes llegaron a Puebla de Alcocer para después ser trasladadas a Cabeza del Buey, en la provincia de Badajoz, donde logró escapar una, y ante la inminencia de la toma del pueblo, lo que aconteció el 13 de agosto, conducidas  a Villanueva de Córdoba, en la provincia de Córdoba, donde fueron liberadas al finalizar la guerra.

Desde el inicio de la guerra, en Don Benito fueron asesinadas por el Frente Popular ciento sesenta y una personas, ciento cincuenta y cinco varones y seis mujeres. El primer asesinato tuvo lugar el 28 de julio de 1936 en la persona de Manuel García Gómez, de 21 años de edad, de profesión Labrador y militante de Falange Española. El día de la liberación de Mérida, 11 de agosto de 1936, y como represalia por ello, se llevó a cabo el traslado de los presos desde la cárcel ubicada en la Plaza de España hasta el cementerio municipal para fusilarlos en número de cincuenta y ocho; entre los días 12 y 30 de agosto, se cometieron otros diecisiete asesinatos; en el mes de septiembre de 1936, fueron treinta y seis los asesinatos, destacando los de la noche del día 30 con veinticuatro muertes; y cinco más desde entonces hasta fin de año. Un nuevo asesinato en 1937 y los veintinueve registrados en la cuerda de presos fue el balance de la actividad represiva.

Temerosos de la llegada de los nacionales a Don Benito y la ruptura de la Bolsa de la Serena, en la comarca homónima, los soldados y milicianos del Frente Popular habían dispuesto una salida portando la garantía de rehenes para evitar ser capturados o, incluso, atacados.

    El 23 de julio de 1938, sábado, a mediodía entra en la cárcel un grupo de milicianos armados con fusiles y mostrando las cuerdas con las que ataron por parejas a los cuarenta y ocho varones y a las veintiuna mujeres. Había prisa y tensión, la brutalidad imperaba. Sacaron a los presos al patio, expuestos al sol canicular, y a eso de las catorce horas se les dio la orden de traslado a Castuera, a pie y con las pertenecías que puedan cargar a cuestas. El mando de la cuerda correspondió al sargentoEusebio Jiménez Herrera, apodado el sargentillo, de veintiún años de edad, y a sus órdenes dos cabos, tres soldados, un miliciano local, dos milicianos de Campanario, una miliciana de Magacela; un miliciano de Málaga, un miliciano de Sevilla y tres escopeteros; montados en sus caballos. Desde Don Benito hasta La Haba acompañaron la cuerda de presos el jefe de la prisión de Don Benito, su ayudante y tres guardias municipales. Uno de los soldados confesó haber escuchado antes de la partida la orden de un teniente para que se fusilara a los presos nada más abandonar la población.

    La cuerda de presos avanzaba por Don Benito seguida por los familiares angustiados. Antes de salir del pueblo se les comunicó que dejaran sus pertenencias y se revisó apretando las ligaduras.

    A las dieciséis horas y tras cubrir siete kilómetros se encontraban cerca de La Haba. En ese momento sobrevoló la zona una escuadrilla por lo que captores y capturados corrieron, los unos por voluntad, los otros a rastras, a meterse debajo del puente de la Marcocha. Alejados los aviones la orden fue seguir, pero algunos de los presos, agotados y doloridos, se negaron permaneciendo tirados en el suelo; son ocho. El sargentillo mandó al soldado Alejandro Casto López González informar al comandante militar de Don Benito que ocho detenidos no podían continuar el viaje. Cuando regresa el soldado expresa la orden que había recibido el sargento antes de salir de Don Benito: fusilar.

    Pero no se fusiló a nadie allí. Terminado el descanso unos presos continuaron atados por parejas mientras otros lo fueron individualmente, con las manos delante; todas las cuerdas se empaparon en el agua del río y quedaron fuertemente apretadas en las respectivas muñecas pese a la protesta de los heridos. Luego separaron del grupo a las ocho personas que se negaban a seguir, seis mujeres y dos varones. El sargentillo anunció a eso de las diecisiete horas que pronto pasaría un camión para recoger a los que se quedaban. Con ellos, vigilando en apariencia, permanecieron un soldado, un miliciano, los tres escopeteros y los tres guardias municipales. Se producirá la matanza.

    A las diecinueve horas, los sesenta y un presos restantes de la cuerda, algunos familiares de los que allí quedaban, se pusieron en marcha en dirección a Magacela. Unos kilómetros adelante se reincorporaron a la cuerda de presos un soldado y un miliciano, informando que el grupo de agotados era de la incumbencia de los escopeteros. Los ocho presos fueron tiroteados y descuartizados en un recodo de la carretera a eso de las veinte horas; pero una de las víctimas sobrevivió, aunque atada a otra acribillada y mutilada, las dos mujeres, y ella es la que mal herida y con trazas de ensañamiento pudo contar lo sucedido.

    A las veintidós horas la cuerda de presos llegó a Magacela habiendo cubierto catorce kilómetros desde Don Benito. Los dirigieron a la estación de ferrocarril, motivo por el cual los presos creyeron que los embarcarían en un tren para llevarlos a Castuera y así reposar su tremenda fatiga y aliviar las heridas. Pero entre burla y burla de los vigilantes el augurio tendía al pesimismo, y además no les dieron agua. Había aún más prisa y tensión en los vigilantes, lo que vertía de sus labios odio y amenazas.

    La marcha nocturna continuó hacia La Coronada, a veinte kilómetros de Don Benito, población en la que tampoco entraron a la una de la madrugada del 24 de julio. Una breve parada y camino de Campanario, adonde llega la cuerda de presos a las cinco horas y media. Veintiséis kilómetros recorridos desde Don Benito. Aquí pasaron derrengados por las calles del pueblo, pese a que les mandaron que desfilaran marciales. Los enceraron en el muladar sin darles de beber ni comer. Los vigilantes de la cuerda de presos bajaron de sus monturas para ir a descansar; los sustituyeron milicianos de Campanario, quienes aflojaron las ligaduras de los presos y les dieron de beber y comer lo suficiente para mantenerlos con vida.

    En Campanario los militares, milicianos y escopeteros recibieron la noticia de que las tropas nacionales han ocupado Orellana la Vieja, la orilla del río Zújar y Castuera. Cundió el temor y la indecisión en aquellos que tan firmes y crueles se mostraban con los cautivos.

    Lo inmediato es acentuar la represalia. Los milicianos sacan del muladar a ocho presos maniatados. Al rato vuelven a por otros, pero el sargentillo impide otra matanza dando la orden de reanudar la marcha con los presos fuertemente atados. Los presos que se niegan, o pretenden negarse, recibieron culatazos y renovadas amenazas. La siguiente posta será Puebla de Alcocer.

    Uno de los supervivientes, habiéndose quedado un tanto rezagado, escuchó la sucinta conversación entre el comandante militar de Campanario y el sargentillo: “Hoy va a haber abundante carne. Apuntad bien. Hacedlo lejos del pueblo y luego recogéis las carteras”. Obediente el sargentillo: “No tenga cuidado, no se escapará ninguno”.

    La cuerda de presos con sus guardias reanudó la marcha a las once horas por la carretera de Campanario a Orellana la Vieja. La noticia de que iban a ser fusilados fue calando en el ánimo de cada preso. Por su parte, los guardias ansían llegar a zona segura con poca carga humana, la suficiente para garantizarse una negociación con los nacionales; la ruta elegida para llegar a Puebla de Alcocer cruza el río Zújar, a ocho kilómetros de Campanario, y el Cordel Serrano. En este camino menudeaban soldados, milicianos y paisanos que en barullo y precipitación buscaban un lugar seguro ante la proximidad de las tropas nacionales. Dado el cariz que ha tomado la situación, los guardias optaron por una dirección alternativa, más al sur, para llegar a Puebla de Alcocer.

    Alcanzado el río Zújar, lo bordearon hacia el este. A dos kilómetros dieron con el Molino Rodona, ubicado junto a la fuente La Gamonita y entre la desembocadura del río Guadalefra y el arroyo del Campo del Toro. Eran las quince horas con un calor sofocante y treinta y siete kilómetros recorridos desde ayer a las catorce. A ruego encarecido de los presos, los guardias aceptaron una pausa que también les beneficiaba; pero no los desataron y el agua por caridad la suministró el molinero.

    Una hora más tarde se dio la orden de seguir. Los cinco presos que no pueden, cuatro varones y una mujer, son dejados atrás con un retén de soldado, miliciano y los tres escopeteros, que van y vienen huyendo de los nacionales, para asesinarlos pasados unos minutos. A estos cinco exhaustos se unió en cuanto se puso en movimiento la cuerda una sexta futura víctima a la que no respondían ni los pies ni la cabeza. Llevado con los otros cinco los verdugos procedieron a darles muerte silenciosa esta vez: con machetes, bayonetas, culatas y cuchillos les quitaron la vida y descuartizaron. De la matanza y la saña fue testigo el molinero que apuntó las diecisiete horas como el momento fatal.

    Los cincuenta y cinco presos de la cuerda restantes caminan en sentido inverso al recorrido por la mañana de Campanario al Molino Rodona, por la ruta de la Cañada Real Leonesa Orientalque discurre paralela a la orilla del río Guadalefra en dirección al santuario de Piedraescrita. Pero en realidad los guardias dudaban de por dónde ir. A las dieciocho horas se decidió encaminarse al Moro de Suárez. Cundía la sed en todos, por eso se alegraron unánimemente al avistar el arroyo del Campo del Toro en esa época del año una charca en la que alivian su calor los cerdos.

    El retén criminal del molino, a seis kilómetros, se incorporó aquí a la cuerda de presos anunciando que los presos que habían quedado a su custodia “ya están descansando”. Los cuarenta y tres kilómetros a cuestas pesan como el Sol.

    De improviso un soldado del Frente Popular a caballo se acercó para informar al sargentillo que los nacionales están muy cerca. Enseguida escucharon al atronador galope de caballos y el vocerío inflamado de quienes no eran distinguidos como propios o ajenos, si huían del enemigo o avanzaban contra el enemigo. El sargentillo pensó que lo mejor sería reducir el número de presos. Mandó que fueran separadas de la cuerda de presos las mujeres de los varones, situándolos en las orillas opuestas. Soldados, milicianos y escopeteros formaron en las alturas de oteo un pelotón a las diecinueve horas para disparar contra los presos que aliviarían la carga humana. Algunos de los heridos lograron desatarse parcialmente de sus compañeros muertos tras la descarga y corrieron en busca de un refugio que, los que no fueron rematados, alcanzaron después de una angustiosa huida y malheridos.

    En el Moro de Suárez yacían muertos o moribundos dieciséis presos de la cuerda alcanzados por las balas.

    Reunidos los todavía aptos para caminar con las catorce mujeres, la cuerda de presos emprendió la marcha hacia Puebla de Alcocer.

    Veinticinco presos habían conseguido escapar de sus verdugos.


Recorridos los veintisiete kilómetros hasta Puebla de Alcocer, el sargentillo entregó la cuerda de presos al comandante militar de la plaza.

    Una superviviente testificó que desde Puebla de Alcocer “a las mujeres nos llevaron hasta Cabeza del Buey [provincia de Badajoz]. Allí logré en un momento de pánico y confusión por la llegada de aparatos nacionales, huir de la caravana, esconderme en una casa y de allí me han sacado los soldados nacionales”.

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