Han llegado. Cada uno mira hacia donde se dirigen los ojos y ninguno ocupa el lugar del otro ni al moverse, poco y despacio, ni al distraer la vista alrededor.
—No me apetecía venir.
—¿Ahora lo dices? ¿Por qué lo dices ahora? ¿Por qué ahora y no hace un rato, anoche; una semana antes?
—A mí sí me apetece estar aquí.
—En una ocasión me quedé esperando tanto tiempo que no supe si iba o venía.
—En una ocasión llegué a esperar tanto que acabé confundiendo la entrada y la salida.
—En una ocasión, a lo mejor fueron dos las ocasiones, o más, pasé mucho tiempo aguardando el momento de decidirme.
—Hay momentos eternos.
—Hay momentos que se eternizan, es una verdad incuestionable.
—Yo esperé demasiado, aunque no sé cuándo, y perdí la noción del tiempo y del espacio: no sabía dónde estaba; eso sí que lo supe.
—Ni a lo que había venido; por lo menos con una respuesta cabal.
—A esperar.
Han llegado juntos, casi en fila. Cada uno tenía por lo menos un motivo para venir o para no venir.
—Se me ocurre…
—A mí también.
—Tengo una pregunta.
—Yo no podría cargar con una sola pregunta.
—Tengo una respuesta a la pregunta que no se ha formulado.
—Yo puedo vivir perfectamente con cien, mil respuestas.
Una pregunta con cien o mil respuestas no merece la pena ser tenida en consideración.
—No merece la pena perder un minuto en una pregunta capaz de adoptar cien o mil respuestas.
—Un minuto pasa volando.
—Como los trenes rápidos.
—Es un suspiro. Visto y no visto.
—Como los aviones que trazan surcos en el cielo despejado. Pasan y siguen.
—Como la vida que se quiere vivir.
—No hay que perder ni un instante del tiempo que resta de vida a una pregunta, formule quien la formule, que acepta diez, cien o mil respuestas.
Hace un rato que han llegado. Cada uno de ellos, sin mirarse, piensa en una respuesta capaz de adaptarse a cien o mil preguntas complementarias.