Con el badil en la mano y de pie, Francisco Lostau Quiñones asomó su cuerpo al desapacible exterior permaneciendo un rato insuficiente para calentar la zona abierta, pero bastante para enfriar la cerrada. Se le notaba una impresión placentera ante la eterna competencia de esos dos ambientes en el límite discrecional; por lo de la variación, morada del gusto. Era la suya entonces una imagen repetida en el tiempo, con cualquier clima fuera y dentro; una imagen característica, de las que definen con la precisión de un diccionario académico.
La memoria y los ojos de Francisco contemplaban un paisaje conocido soportando el paso cíclico de las estaciones. Nada nuevo ni extraordinario a la vista, ya que era el paisaje que le había tocado en suerte vivir. Para bien y para mal, también a ratos. Piensa que te piensa de cara al mundo, había adquirido la certeza de que la estación presente no correspondía a origen ni término alguno, pues sólo era otra que pasaría con ratos de pena y ratos de gloria.
Aunque peregrinada por una constante de retorno.
Qué cosas discurría un abstraído Francisco con el hurgón en la mano, las manos a la espalda, el instrumento de atizar y remover cogido fuerte, balanceado como un péndulo de lenta oscilación.
Un movimiento repetitivo con derivada hipnótica. ¡La de vueltas que da la vida para ir a parar el peón al mismo sitio o a otro donde ejercitar el mismo cometido anterior mejorado el sueldo! La hipnosis sustituía al chasquido mágico del ahora por aquí, después por allá.
Observador del paisaje cíclico y su correlación histórica, Francisco establecía sencillas comparaciones de tiempo y lugar: el pasado tiene cabida en el presente y éste lo tendrá en el futuro mientras gire la rueda del mundo. Los acontecimientos tienden a repetirse en sus líneas generales, las situaciones comparan causas y efectos conocidos; en definitiva, el retorno voltea alrededor de un interés mandante. Una perennidad en circulación de retorno.
Francisco distinguía en el paisaje cíclico la prosaica noria accionada por la paciente tracción animal, girando en círculos; el festivo tiovivo impulsado por un sistema mecánico de engranajes, girando circular; la remoción del individuo operante debida al cese de utilidad en el puesto que otro peón sustituirá, con despedida premiada por los arquitectos del andamiaje giratorio. Alegre el peón de lealtad probada en su nuevo destino rutilante: un asiento mandante, un asiento orgánico, un asiento consejero, un asiento vocal, un asiento representativo, un asiento distribuidor, un asiento de cátedra, un asiento de canjes, un asiento con foco y altavoz. Un asiento con ruedas y giratorio.
Muchos espacios de asiento y mesa hay que cubrir en la extensa parcela de la política al uso, calculaba Francisco.
Satisfecho queda, puede que con alguna reticencia hoy enmudecida —mañana será otro día con sus afanes distintos, con publicaciones impresas de pago anticipado y entrevistas dilucidadoras de la génesis mentirosa—, el operante que en comisión de retorno, gira que te gira, vuelve al punto de partida: de toga a toga, pasando por los ministerios; cartera tras cartera, pasando por secretarías y direcciones; despacho con despacho, pasando por las plantas y galerías de organizaciones adscritas a esa política de mediocres con ínfulas.
Espectáculo de malabares sobre y bajo la arena del circo.
El badil oscilaba entre dos etapas mientras Francisco Lostau Quiñones sacudía los rescoldos de los que por empeño surgirá una llama, el alumbramiento de una confesión tardía. No hay retorno que valga a tanta distancia.
El chisporroteo de los rescoldos atizados sisea una confesión exculpatoria: las cosas de la vida son así, existen sin más, las situaciones viajan en órbitas concéntricas con billete para ir y volver. Recolocaciones de adictos con el sello de la misión cumplida, blanqueos de tiranías consentidas a cambio de producto y patrocinadas a cambio de servicio con el marchamo de la Interprog (IP, Internacional progresista), son elementos habituales del mosaico geopolítico.
Este manejo, vulgo enjuague, es tan perseverante y persuasivo como el ciclo temporal: o lo coges al vuelo o se pierde dirigido hacia un confín brumoso.
¡Cuánto cuenta ese paisaje subordinado, paladeando su fáctica dependencia, avivado con la pericia del hurgón! La tarea inquiridora liberaba de agitación enfermiza al hastiado Francisco en el viaje de regreso al punto de partida. Memoria y ojos contemplaban una imagen clara acercándose y una imagen oscura alejándose.
La empresa consistía, simple y llanamente, en meter baza en la empresa colocando al peón de fuste o de brega, a tercero con plácet o a persona interpuesta, en el órgano decisor —el que cobra y el que paga, el que percibe y reparte, el que planea y adjudica—, para que votara por el círculo reconduciendo el circulante al depósito de abastos. Quid pro quo.
Esto por lo otro, confesión de no arrepentido en confesionario sin filtraciones: de lo dicho no hay nada, ¡qué investiguen ellos!
Los togados en giro no parece que vayan a dedicarse en cuerpo y alma a investigar las propias miserias y añagazas. Ni los compañeros de partido que oliscan el rastro hacia el olímpico dulce pasar. Ni los periodistas sujetos a un fanatismo espléndidamente remunerado cuya actividad prioritaria es la de orientar vertiendo propaganda al público que se deja y al que la sarna no pica.
¡Qué viejos son los ardides! Y qué bien se cuelan por las grietas de las estructuras defectuosas.
¡Qué antiguos los negocios! Y qué bien acogidos por las partes implicadas en el toma y daca inmediato o a plazos fijados.
Abstraído en su cavilación, Francisco Lostau Quiñones, de pie frente al paisaje cíclico, figuraba estar hablando en sueños al mundo de abajo desde una tribuna elevada.
“Desempeño eficaz se exige a corruptores y corrompidos, de la mano, cuenta, cargo y bolsillo en la correría recíproca: de ti a mí, de nosotros a vosotros, del núcleo a la periferia y viceversa al unísono, con las espaldas cubiertas, los patrimonios diversificados en cantidad y espacio, y un proceder defensivo común previa y arbitrariamente institucionalizado”.
Una peroración ensoñada que en su tramo final, el que supone la incitación al convencimiento, sentencia que nada ha de esperarse de una promesa de saldo o de una promesa de juego o de una promesa anterior al acuerdo pretendido; ni nada hay que temer de las amenazas contra quienes, con independencia de su número, pueden impedir el logro ansiado, proferidas durante ese denodado lance de conquista, largo a veces, corto a veces, que va de una firma y de un acto; aunque el orden de la una y el otro es indiferente, pues lo decisivo es la ejecución o su incumplimiento. Momentáneamente disociado de la realidad por obra de la fantasía, aun con los ojos abiertos y firme asido el badil, Francisco se había transformado de dador a receptor y viceversa. Era fácil lograrlo con la imaginación; tan sencillo como para algunos hábiles en las tramas representar una obra de teatro con los espectadores comprados.